Diré que m’ho he inventat, de Marta Marín-Dòmine (Edicions 62) | por Gema Monlleó

Marta Marín-Dòmine | Diré que m’ho he inventat

“You hear the howling of dogs and wind
Stirring up the secrets that are frozen within
The ice will haunt you it lays so deep
Locking up inside you the dreams that you keep”
Barefoot, k.d.lang 

¿Es la madre la primera herencia que recibimos? ¿Es la madre el peso primigenio adherido a nuestro cuerpo hasta el fin de nuestros días? ¿Es la madre el primer lugar perdido, la primera e irreparable pérdida?  

Estas son algunas de las preguntas que contiene Diré que m’ho he inventat, la autoficcionada novela sobre/desde/con la madre de Marta Marín-Dòmine (Barcelona, 1959). Y escribo contiene porque creo que en esta novela son más importantes las preguntas que las respuestas (las que hay, que no son todas, porque quizás tampoco todo puede preguntarse). Si en Fugir era el més bell que teníem (Club Editor, 2019) el diálogo de Marín-Dòmine era con el padre en Diré que m’ho he inventat la voluntad de diálogo es con la madre, aunque pocas veces sea posible. Para ello la autora establece un camino de doble itinerario: el del casi-cuento-gótico para la infancia («Unes hores abans del part, en un intent d’ajornar l’inevitable, de superar la por de descobrir un cos al qual encara no havia posat nom, va decidir pujar al terrat i estendre tota la roba negra que tenia: una estesa de corbs») y el de escribir la madre (sin preposiciones, sin a, sin para) desde el hoy de la autora cerrado con una suerte de epílogo que pliega la historia desde la reflexión sobre la escritura (“aquesta escriptura, ¿és doncs una manera de desempallegar-me de l’hàbit matern?”). 

Entre todas las libertades de las que gozamos, ¿está la de no amar a los hijos? La pregunta flota entre las páginas. ¿Cómo se convive (con) y se sobrevive a esta falta de amor? 

M. es una madre-loba porque es una madre-bestia. M. es una madre-animal que se desprende de su cachorra desde la conciencia de la posesión. M. tiene un sol negro que la tinta y que acaba por oscurecerla al nacer su hija. M. “era com una lleona que es retenia l’impuls de devorar la seva cria”. 

M. es hija del exilio francés pese a nacer en Barcelona. Criada bajo una modernidad perdida tras la apuesta por la nostalgia de las raíces. Heredó la rabia de un regreso que nunca cumplió las expectativas familiares y apostó por su individualismo como potencial salvación. Ante un mundo que (la) desgarra, M. se aferra a sus gustos burgueses para ser la reina de un cuento en tensión constante con la clase trabajadora a la que pertenece. M. es absoluta en la entrega y M. es absoluta en el abandono. M. se entrega doliente al goce (“el que més li dolia era a ver d’admetre la poca sincronia entre el cos i el cap, la raó i el desig”) y M. se deja extirpar (viajes a París mediante) la maldición que le escuece en el útero (reminiscencias ernauxianas tanto en las iniciales como en la indiscutible necesidad de expulsar el “gran coàgul”). M. se sabe, se quiere y se ve como una diosa. Y M. tiene un momento epifánico, una Gran revelación, cuando divisa una aureola lumínica en una bella embarazada y decide que ella también será así: bella, embarazada, y madre de una niña en primavera. Y M. es propósito. Y M. es propósito cumplido. Y la “nena nina” nace en una lucha entre la vida y la reclusión (“durant el part s’havia delectat amb la glopada que li brollava d’entre les cames, amb aquella olor de sucre inflat i les ganes de xuclar-la cap endins”). Y M., madre-loba, madre-bestia, funde a negro y, saturniana, comienza a devorar a su hija.

El maltrato tiene tantas caras como personas lo ejercen, y en Diré que m’ho he inventat la madre-bestia castiga a la hija desde sus propias pérdidas, esas que devienen en la construcción de dos soledades en el piso-cárcel del Eixample barcelonés (“Engarjolada, tancada entre les quatre parets de la casa esdevinguda cel.la, M. no sap què fer amb la nena”). M. quiere que la hija recién nacida crezca y vuele, que la libere. Y ella, lobezna en la cueva, crece en la duda: “la filla no sap mai quan aquella dona esdevé bèstia o deessa”. Y ella, niña-hija, crece tendida en el suelo para auscultar el temblor de pasos acercándose. Y ella, escondida bajo la cama, escucha el grito feroz: “Maleït sigui el día en que em vas néixer”. Y, a veces, tras la furia el silencio. Y, otras veces, la tentativa de caricia. Y, siempre, las huellas de la ira (“la marca dels cops; no sap si són d’amor o de follia”). Y el relato de la infancia, el casi-cuento-gótico, termina. Y M. es bestia, y M. es loba, y M. es no-madre cuando la hija no está. Y ella, la hija-ya-no-lobezna, la hija ya-no-muñeca, la hija de las distancias, ulula de nuevo, ulula desde la escritura, y (d)escribe el fuego negro, la tierra negra, los ojos negros congelados de M. que ya no es M., de M. que es Marina porque para nombrar la duda innombrable es necesario el bautizo del nombre, el bautizo de la verdad. 

¿Pueden ser una máscara la vejez y la muerte? ¿Pueden disfrazar el pasado de víctima y victimario? ¿Son los recuerdos de aquella niñez de anti-cuento (“i el teu propi passat es desplega en els marges de la sospita, com si t’estiguessis explicant un conte”) memoria fiable del desamor? “Vull escriure un llibre. I començara així: crec que la meva mare em pegava”. Y la hija, siempre galopando sobre exilios emocionales y distancias, siempre alejándose de la casa-cueva-cárcel de la niñez, regresa al miedo, a su(s) miedo(s), a la crueldad recibida, al re-descubrimiento de una madre-madrastra-de-cuento (“un ésser vital i depressiu alhora, estrident, excessiu, histriònic”), a la falta de objetos-testimonio (“t’havies convertit en una màquina de fer desaparèixer”) en los que recostar las preguntas. Y, desde la palabra, ser hija pariendo el dejar ir de la madre, y desde ese escribir la madre (de nuevo sin preposiciones, sin a, sin para) deslocalizarla de las tinieblas interiores y exponerla al pecado antropológico por excelencia: “havent rebutjat la filla havies rebutjat la imposició d’un paper, el de mare, que et venia estret (…) jo tenia una mare que no ho volia ser”.  

Y narrar no es disculpar, narrar quizás tampoco es entender, narrar no es un camino de reconciliación, pero narrar es liberar (“treure’s la mare, expulsar-la. Dissoldre la fusió”), narrar “és un acte d’exorcisme”, narrar es des-habitarse de un cuerpo fantasma, narrar es apropiarse de los conjuros de bruja maternos y inscribírselos a ella, a la madre-bestia, a la madre-loba, devolver el mal a su origen, redimir a la hija (“la dolcesa d’imaginar-me un món sense tu”) porque la maldad no debe perdonarse. 

Melancolía, depresión, disforia, trazos de enfermedad mental nunca tratada son las aguas subterráneas en las que Marina naufragaba. Explicaciones que no excusas para/desde la hija que no palían “allò incomprensible que vas ser». ¿Tal vez con un diagnóstico clínico a tiempo las vidas de madre e hija no hubiesen necesitado del gritar y el ulular? ¿O tal vez el sol negro que nublaba a Marina era la opresión ambiental, la represión social del momento? De nuevo no hay respuestas aunque percibo, generosamente, un cierto homenaje a aquellas mujeres que no doblegaron sus sueños por más que el más gris de los franquismos los tiñese de cenizas. 

Si hay un libro que me resonaba durante la lectura de Diré que m’ho he inventat es el maravilloso y también durísimo Nada se opone a la noche de Delphine de Vigan (Anagrama, 2012), donde el lugar desde donde se narra determina la versión de lo narrado. El corazón del daño de María Negroni (Random House, 2023), ¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal? de Jeanette Winterson (Lumen, 2011), algunos episodios narrados por Annie Ernaux e incluso ecos del reciente La historia de los vertebrados de Mar García Puig (Random House, 2023), regresaban a mi memoria en las pausas lectoras (“¿Quant de temps ha de passar perquè una mare estimi la seva filla?”). 

Enfrentar la madre desde la (su) muerte, afrontar la escritura de/desde el dolor de las pérdidas (todo lo que en la niñez no fue, los enigmas ya indescifrables), narrar la memoria también desde los huecos y no pretender la reparación terapéutica sino la aceptación de lo incognoscible. Ahí es donde yo más percibo el brillo literario de Marín-Dòmine, una escritora-hija que no inventa palabras para su madre-bestia y que atraviesa el desierto de sus sentimientos de culpa, de su necesidad de olvido, de sus años de devoción maternal, de la rebelión a la pertenencia atávica madre-hija e hija-madre. ¿Hay una verdad más incuestionable que el amor maternal? Diré que m’ho he inventat hacer tambalear nuestros cimientos evitando la reconciliación intelectual con una tesis comúnmente aceptada. 

«Soc pedra. Penjo com una gàrgola immobilitzada en el posat d’emetre un crit. No sé si he nascut o acabo de desnéixer. Ara que ets morta, em cal re-sortir de tu. Emparar-me d’aquella força que et va serrar les barres abans de deixar-me sortir. Sortir, expulsar-te de mi amb un crit. 

Udolar-te. 

Em quedaré aquí penjada, sent pedra.» 


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