Nieve roja, de Susumu Katsumata (Gallo Nero) Traducción de Yoko Ogihara y Fernando Cordobés | por Juan Jiménez García

Susumu Katsumata | Nieve roja

Moviéndose alrededor de la revista Garo, pero no solo, la antología en 2005 de Nieve roja se convirtió en un éxito en Japón, tanto de público como de crítica, encontrando su autor, finalmente, el lugar que le correspondía dentro del manga. No era poco. Nacido en 1943, había empezado en Garo en 1966. El gegika, como género, había nacido en 1957, aportando una madurez al manga, y ahí se habían instalado buena parte de los autores de la revista. Historias tristes para un mundo que tenía poco de alegre. Un acercamiento, después de todo, a la realidad que les circundaba, que no dejaba mucho espacio a la felicidad y sí a las preguntas, a la melancolía por un futuro incierto, instalados en un presente gris. Eso implicaba también unos ambientes urbanos y unas reglas del juego en las que Susumu Katsumata no se encuentra. Sus historias de desarrollan en el mundo rural, en un tiempo indeterminado, que nada nos invita a pensar que es cercano, y en el que los monstruos y los hombres convivían. La presencia de kappas (esos yokais, a medio camino entre un niño y un reptil, seres del agua pero que se adentran en la tierra) es algo habitual desde el primero de los relatos, Hanbei, en el que uno de ellos ayuda a un niño, a cambio de sake, a recuperar los restos, bajo el agua, de un animal prehistórico. O Torajiro kappa, ese duelo entre un marido que abusa de su mujer cuando bebe (de cuando en cuando) y un kappa que se cree obligado a defenderla (cuando lo cierto es que es una pareja que solo pueden tener relaciones cuando él se emborracha, luego la esposa no está muy de acuerdo con esa defensa). Y ahí aparece ya también el humor del dibujante, que atraviesa sus historias, como lo hace el sexo (motor que mueve el mundo, aquel mundo antiguo). 

Susumu Katsumata renuncia al dibujo recargado y lo suyo es más bien un minimalismo buscado (y encontrado), un minimalismo que busca poner en valor, añadir recursos, a la narración, esos breves relatos en los que el hombre se encuentra con el misterio y convive con él desde lo primitivo. Su habilidad para contar estas historias desde el despojamiento de casi todo, a menudo con la visión de un niño, es notable. Podríamos decir que no le sobran ni las palabras ni las viñetas. Los fondos a menudo desaparecen para centrarse en los personajes, en sus relaciones, en las acciones. Hay una disolución del paisaje y de los hombres, que se encuentran a través del movimiento, del discurrir. Igual que la convivencia entre seres fantásticos y seres humanos, que crea una mitología del día a día, de las estaciones que pasan, una tras otra, y que caen también sobre los habitantes de esas regiones que siempre nos parecen lejanas, aisladas. Un mundo que difícilmente podemos ver como idílico, pero que no deja de contener ese aire del tiempo del gegika.  

Y es que, en ese mundo viejo, atrapado por la nieve del tiempo, la brutalidad es también algo común, tal vez no muy lejana de esos sentimientos primitivos, que no entienden de enredos, sino de una necesidad de inmediatez, como si todo tuviera que ocurrir ya y así, producto de esos sentimientos primarios que los atraviesan y esas necesidades básicas. Y ahí está Nieve roja, atravesando un tiempo para la subsistencia, en el que la luz, como esas luciérnagas, anuncian otro día más. Es difícil sentir nostalgia. Y sin embargo, sin embargo dudamos. Quizás porque la duda está en ese mecanismo interior que nos mueve y no que nos detiene, no la certeza. Sea. 


Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.