El pasajero / Stella Maris, de Cormac McCarthy (Random House) Traducción de Luis Murillo Fort | por Gema Monlleó
“En aquel fantasmagórico florecer micoidal del amanecer como un loto maligno y en el derretirse de sólidos hasta entonces creídos incapaces de tal derretimiento se erguía una verdad que silenciaría toda poesía durante un millar de años”
El pasajero, Cormac McCarty
El díptico de Cormac McCarthy (Rhode Island, 1933) El pasajero y Stella Maris es de “reseña tradicional” imposible. Así que ni lo intento. Me salto todas las reglas escritas e intuidas y, a la manera de Levé (Édouard) en Autorretrato, vierto en un solo párrafo detalles y preguntas. Os sugiero, lectores, que si vais a zambulliros en la lectura de esta reseña tengáis un tanque de buceo a punto. No hay apnea que resista tanta enumeración.
Western de apellido. Bobby y Alicia (antes Alice) de nombre. Hermanos. A Bobby muchos le llaman Western, pero no su hermana Alice. Western, su apellido (su genealogía) es identidad y estigma. Genealogía: el padre de ambos fue ayudante de Oppenheimer en el Proyecto Manhattan. Hola papá no sólo de Bobby y Alicie, también de la bomba atómica. Genealogía: la madre de ambos trabajaba en la planta de separación de isótopos electromagnéticos de Oak Ridge (era una de las chicas del calutrón). Genealogía: en las instalaciones de enriquecimiento de uranio surgió el amor. Genealogía: ambos, papá y mamá, ya divorciados, murieron de cáncer (¿la exposición a la radioactividad?). Genealogía: papá fue a curarse con laetril a Juárez y murió en México. Nadie sabe dónde está enterrado (¿nadie?). Genealogía: Granellen, la abuela. La abuela que ama incondicionalmente a Bobby y Alice, la abuela que los cría, ¿la abuela que percibe el irremisible destino de los hermanos? Genealogía: Royal, el tío loco. Genealogía: la locura. ¿La locura es siempre locura? ¿La locura es capacidad extrasensorial de percepción? ¿La locura explica o arrastra? La locura. Stella Maris, Wisconsin: centro no confesional y residencia para el cuidado de pacientes psiquiátricos. Western, el anti-Humbert. Alicia, loliteando con el tópico. El Chico Taliomida, el amigo de Alicia, el pepito grillo, la voz diabólica. El Chico Taliomida, alucinación electromélica, operador espectral. El Chico Taliomida, conversación supra dimensional. Los otros de Alicia: el Archero, Miss Vivian, Grogan, Mister Bones, Walter (“caídos del cielo, ascendidos del infierno”). Y los otros otros (sic) de Alicia: Gödel, Church, Grothendieck, Euler, Riemann, Von Neumann, Cantor, PAM Dirac (Paul Adrien Maurice, no Pamela), Gauss, Noether, Hipatia, Dedekind, Brouwer, Laplace, Lagrange, Emmy Noether. Y los otros de Western: Oiler, Long John (ron, ron, la barrica de ron, “eres una tragedia griega perdida, escudero”), Janice, Billy Ray (maullando), la fiel Debussy (¿casual el nombre de compositor, Cormac?), Borman (caravana anclada en el fango), su viuda Webb y Kline, el investigador. Los otros de Western y la muerte de algunos de los otros. Western y la muerte. Western y el ensayo general para su muerte. Western, piloto accidentado de Fórmula 2. Western y la (su) muerte cerebral, aunque mentis intactus. Western y el despertar. Western y la pérdida. Alicia y la música. Alicia y Bach. Alicia y los conciertos para violín. Alicia y su violín Amati de trescientos años comprado por doscientos treinta mil dólares en Christie’s. Alicia interpretando Medea en el escenario de la cantera. La belleza de Alicia (“la belleza tiene el poder de desencadenar un tipo de aflicción que escapa al ámbito de otras tragedias”) frente a Western. Y Western que entiende. Western que ve. Western que no quiere mirar lo que ve. Western “con el corazón en un puño, su vida ya no le pertenecía”. Western que se sabe perdido. Western que se duele (“A mí todo me resulta doloroso. Eso creo. Tal vez. Simplemente soy una persona que se duele”). Western y Alicia en la buhardilla de la casa de Granellen. Alicia y Western, huérfanos. Western y Alicia y, de nuevo, la genealogía. “No tengas miedo, decía ella. Las más aterradoras de las palabras (…) De niña ella inventaba juegos que incluso entonces a él le costaba seguir. Le hacía subir a la buhardilla (…) Se sentaban en cuclillas bajo el alero ella le tomaba la mano. Decía que estaban destinados a encontrar algo que se les ocultaba. ¿El qué?, pregunto él. Y ella le dijo: Nosotros. Lo que nos están ocultando somos nosotros”. Western adolescente y su exhaustivo conocimiento de la fauna del estanque (gavilán aliancho, búho real, larvas de coridalino, rata almizclera, visón, mapache, martín pescador, pato jojuyo, somormujo, garza, garzón cenizo). Western con un mallo, un azadón, una pala y un detector de metales. Western y las monedas de oro de veinte dólares de la abuela en las cañerías de plomo de la casa derruida. Western, Alicia, el dinero y el coche. Y la física, y las matemáticas, y la filosofía. Y las hipótesis. Y las conjeturas. Y los padres de la psicología. Y Wittgenstein, y Pointcaré, y Cioran, y Einstein, y Jung, y Platón, y Chesterton, y Schopenhauer, y Kant. Y (no explícito, pero sí implícito) el eterno retorno de Nietzsche, la eterna condena. Western, el físico que tocaba en una banda de bluegrass. Western, piloto de carreras a 290 km/h. Western, fundido en negro. Y después. Después del despertar. Después al despertar: el vacío. Y contra el vació: Western, el buzo. Western, el buzo de rescate, el buzo que no acierta a su propio rescate. Western, oscuridad y frío. Western en las (¿sus?) profundidades (“es lo oscuro lo que te dice lo profundo que es”). Western y las fantasmagóricas plataformas de perforación en el mar. Western, el nómada con gato. Western, el incapaz emocional, el huraño, el eremita. Western, seductor a su pesar. Western y Debussy (la amiga travesti “atávicamente femenina”). Western, el analítico. Western y los desaparecidos, los desvanecidos. Western y el rastro en una zodiac amarilla de dos plazas. Y Western, el perseguido. Western, el desposeido. Western y sus Dupond et Dupont. Western y las bestias marinas. Western leyendo y durmiendo con (bajo) el Leviatán de Hobbes. Western y el dinero. Western y el Departamento de Hacienda. Western y ¿el FBI?, ¿la CIA?, ¿las cloacas del estado? Y el robo en Wartburg, en la casa de Granellen (el rifle de cerrojo del abuelo, las escopetas, la mandolina de Western, los papeles del cajón del pan y los álbumes de fotos del viejo aparador de la sala de estar). Y el incendio en la cabaña de las Sierras de papá empapelada con copias de las colisiones de partículas del Bevatrón. Y los Kennedy, el deseo de Alicia (Alicia, ¿la loca?) de ingresar en el sanatorio donde estuvo Rosemary Kennedy, la “maldición” de los Kennedy (“no diré que fuera Shakespeare, pero sí un mal Dostoievski”), Oswald: el mal tirador, la película de Zapruder (Abraham, 8 mm), los pedacitos de los sesos de JFK en las manos de Jackie. Y la reconstrucción. Y la deconstrucción. Y la terminología técnica: del submarinismo (ténder, estabilizador, soldaduras hiperbáricas, bombonas Justus de acero inoxidable, cinturón con plomos, brazo tescópico…), de las matemáticas (integral de caminos, variables llamadas ocultas y visualizables, topología de topos, la teoría de conjuntos, la intrusión del infinito, la teoría de juegos, diagramas de Feynman…), de la física (partículas de masa cero: graviotón, teoría de cuerdas, teoría de la matriz S, el zoo de partículas, Bootstrap o la democracia nuclear, nucleones, quarks -un tipo de queso en el Finnegans Wake de Joyce-, teoría de campo gauge, teoría de la fuerza débil, electrodinámica cuántica, fotones y bosones vectoriales, colisiones neutrino-nucleón, leptones de carga opuesta, teoría electrodébil, invariancia de gauge, antielectrón, gluon…) e incluso de Nam (M60, Huey, AC130, E-6, UH-1, SAM, 45 y 106…), guerra en la que Western no participó. Y la caja de seguridad del banco (con el diario de 1972, y las treinta y siete cartas de Alicia -la última sin abrir-). Y el guardamuebles con el Maserati. Y las ciudades: Midland, Idaho, Popocatépetl, Ixtaccihuatl, Nueva Orleans, Knoxville, Chicago, México DF, Akron, Harriman, París, Pensacola, Knoxville, Bay St Louis, Los Álamos, Carolina del Norte (y la casa en la playa, y el termo de té, y la luna falsa, y las conversaciones sobre el paraselene, y las traiciones, y la protección, y sentarse en la arena, y ver salir el sol). Y la choza en las dunas de Western (una manta del ejército, libros de física y poesía antigua, papel para escribir cartas: “No sé qué decirte, escribió. Han cambiado muchas cosas pero todo es igual. Yo soy el mismo. Siempre lo seré. Escribo porque hay cosas que pienso que te gustaría saber. Todo excepto tú ha desaparecido de mi vida. Ni siquiera sé qué significa eso. A veces no puedo parar de llorar. Perdona. Mañana volveré a intentarlo. Con todo mi amor. Tu hermano, Bobby.”). Y el invierno en la casa sin luz ni agua, con la cama entre balas de heno, por compañía: ratones, mapaches, Shakespeare, Homero, una Biblia, y las sombras y las manos enguantadas contra el cristal. Y el molino (“Yo vivo en un molino de viento. Enciendo velas a los muertos y trato de aprender a rezar”). Y, despojado de identidad, ¿libre?, el dejarse morir de Western, los sucesivos dejarse morir de Western, sus intentos de suicidio por omisión (“Todo paso atraviesa la muerte”). Y los pecados de los padres, ¿la herencia de los hijos? Y la bomba atómica, ¿y el amor atómico? Y, de nuevo, ¿la locura? El diálogo con el eidolon, el geist compartido: “¿Qué sabes tú de la aflicción?, dijo alzando la voz. Nada en absoluto. No existe otra pérdida. ¿Lo entiendes? El mundo son cenizas. Cenizas, ¿Qué ella sufriera? ¿El mínimo insulto? ¿La mínima humillación? ¿Entiendes? ¿Que muriera sola? ¿Ella? No hay otra pérdida. ¿Lo entiendes? Ninguna más. Ninguna.” Y Alicia, Alice (“No tenía ninguna foto de ella. Intentó visualizar su cara pero supo que la estaba perdiendo. Pensó que un desconocido todavía por nacer encontraría su foto en un álbum escolar en alguna tienda polvorienta y quedaría paralizado ante su belleza. Volvería la página. Miraría de nuevo aquellos ojos. Un mundo a la vez antiguo e inviable”). Alicia y la contemplación del valor filosófico y paliativo de la muerte. Alicia, la sinestésica silenciosa, la diagnosticada con esquizofrenia hebefrénica, la que siente que se está pudriendo (¿delirio somático de manual?). Alicia y sus ensoñaciones de suicidio: ahogarse en el lago Tahoe, tras un paseo en barca, la cadena del ancla atada a su cinturón (“una última ojeada y apoyas el ancla en tu regazo y pasas los pies sobre la borda y te das impulso hacia la eternidad. La obra de un instante. La obra de toda una vida”); zarpar en una zodiac y navegar mar adentro hasta agotar el combustible, tomar un puñado de pastillas, abrir un poquito las válvulas de inflado y dormir sin despertar; ermitaña sin documentación en las montañas rumanas sirviendo de alimento eucarístico a los animales. “Si no hubieras estudiado para matemática, ¿qué te habría gustado ser? Una muerta”. Alicia la solipsista. Alicia y su convicción en la historia del universo: “en el principio siempre estuvo la nada. Las novas explotando silenciosamente. Esa completa oscuridad”. Alicia, niña prodigio (del latín prodigium: suceso extraño que excede los límites regulares de la naturaleza), licenciada en Matemáticas a los dieciséis años. Alicia, que se hizo matemática en lugar de física “porque era más difícil”. Alicia, cuatro años, falda de pana verde con tirantes, jersey verde, zapatos Poll Parrot con broches de presión en la visita al oftalmólogo: la primera vez que un médico le decía a su mamá “a esta niña le pasa algo raro”. Alicia niña añorando a papá (que estaba “en el Pacífico Sur haciendo explotar cosas”) mientras a ella le diagnosticaban autismo. Alicia que fue Alice y Western que fue Bob, una muestra del sentido del humor de papá: “los personajes utilizados en diversas áreas de la ciencia para explicar diferentes posturas”. Alicia y la teoría platónica de la música y las experiencias extracorporales escuchando a Bach. Alicia tocando en su recién comprado Amati la Chacona de Bach. Alicia y las lágrimas sobre la tapa de pícea del violín. Alicia llegando en autobús y sin equipaje a Stella Maris (un cepillo de dientes y cuarenta mil dólares en efectivo). Alicia y el doctor Cohen, su médico del alma: “¿Recuerdas tus primeros pensamientos? Pensamientos era lo único que tenía”. Alicia y las “conversaciones clandestinas con personajes supuestamente inexistentes”. Y Alicia con doce años en el instituto, el capitán del equipo de baloncesto pidiéndole un bolígrafo, él escribiendo apoyado en la espalda de ella, ella comprendiendo su enamoramiento absoluto, sabiendo que “iba a amarle toda la vida, aun en contra de las leyes divinas”. Y Alicia con catorce años bailando con Western en garitos a las afueras de Knoxville. Y Alicia con su petición a Western. Alicia planteándole “adoptar las creencias y las prácticas de los millones de muertos bajo nuestros pies o bien empezar de cero”. Alicia suplicándole a Western la dimisión de su condición de hermano. Alicia: “quienes eligen un amor que jamás puede ser satisfecho terminan acosados por una furia que nada logra aplacar”. Alicia y el sexo sin sexo. Alicia y el anhelo. Alicia y el destino. Alicia y el azar. “Al hado se lo puede aplacar, a los dioses se les puede rezar. Pero el azar es inamovible”. Alicia y Western, Western y Alicia: “es muy posible que el amor también sea un trastorno mental”. Y la lírica. La lírica mccarthyana: “La tormenta pasó y el mar oscuro yacía frío y ominoso. En las frescas aguas metálicas las formas repujadas de peces enormes. El reflejo en el oleaje de un bólido licuado rodando a duras penas por el firmamento como un tren en llamas”. La lírica lorquiana en palabras de McCarthy: “al borde del agua donde cabalgaban las lentas olas negras”. Alicia y Western. Western y Alicia. Los hermanos. Los prisioneros del fatum. El pecado primigenio. Y la frase (¿consejo?, ¿maldición?) del amigo muerto de Western: “no esperes que los muertos te quieran”. El pasajero, página nueve: un fajín rojo pendiendo de un árbol el día de Navidad, una cadena de oro con una llave metálica y un anillo de oro blanco en la nieve. Y el adiós. Un adiós silente. Un adiós casi a la manera de Robert Walser.
Arrollada por la multitud de afluentes del díptico El pasajero y Stella Maris cualquier intento de reseña tradicional, como ya indiqué, me ha resultado imposible. Respiro, termino y dejo tras mi párrafo levéiano una última constatación: para tragedias griegas, Cormac McCarthy (ya lo advirtió el bueno de Long John: “está enamorado de su hermana y ella está muerta”).
Coda 1: ¿Se puede leer El pasajero y no leer Stella Maris? Sí (aunque dudo que nadie se contenga arrastrado por la fuerza del gran Cormac).
Coda 2: ¿Se puede leer Stella Maris sin haber leído previamente El pasajero? No.
Una lectura exhaustiva y hecha con amor e inteligencia. ¿Qué más se puede pedir?