No matarían ni una mosca. Retratos de los criminales de las guerras balcánicas, de Slavenka Drakulić (Libros del K.O.) Traducción de Isabel Núñez | por Juan Jiménez García

Slavenka Drakulić | No matarían ni una mosca

Pasan los años, la herida, las heridas, permanecen. Aunque atrás haya quedado el tiempo, las ruinas, las pocas cosas que uno creía entender. Al final, otra guerra, otras guerras que olvidar, y el recuerdo deformado de las cosas, convertido en jirones de una verdad ya rota desde los primeros días. Podríamos pensar en el olvido, el olvido como necesidad. Pero no, es otra cosa. En definitiva, es otra cosa. Leyendo No matarían una mosca. Retratos de los criminales de las guerras balcánicas, coincido con Marc Casals en que no se trataba de la banalidad del mal, como una definición genérica, sino como algo concreto. Después de todo la pregunta es desde hace mucho tiempo la misma: cómo aquella gente normal de pronto se volvió excepcional, y esa excepcionalidad, a su vez, normal. Las víctimas eran los asesinos, y los asesinos héroes. Aquellos que se hacían preguntas, traidores. Los que se hacían demasiadas preguntas, futuras nuevas víctimas. Siempre, una y otra vez, Europa devorada por el mismo monstruo. En algún momento le pusimos nombre: nacionalismo. Ahora pensamos en los extremos, pero ese monstruo, esa enfermedad en la sangre de este mismo continente, se repite una y otra vez. Esa idea de superioridad, de ser diferentes, por supuesto, mejores. Diferentes ¿a qué? Es más: ¿para qué? Sin razón ni utilidad, surge el odio. En el libro de Drakulić, croata (traidora, por supuesto, a ojo de sus compatriotas), aquella comunidad de naciones y religiones diferentes que fue Yugoslavia solo volvió a compartir culpas. Los crímenes de guerra fueron de unos contra otros y la unidad se recobró en la prisión, mientras esperaban su juicio por crímenes contra la humanidad (contra “el otro”) todo tipo de monstruos vueltos a un estado de “personas normales”, incluso vulgares. ¿De verdad alguno de aquellos tipos pudo hacer aquello por lo que se les juzgaba? Tantas veces, lo que debemos entender es tan incomprensible, tan inabarcable, que buscamos en los extremos opuestos, en una simple negación. 

En No matarían una mosca, Drakulić no deja de relacionar su propia vida y familia con aquellos que son juzgados. Ratko Mladić, uno de los personajes más siniestros de aquella guerra, le remitía a su padre. Cuando habla del suicidio de la hija de Mladić, Ana, tal vez por el conocimiento de los crímenes de su padre, hay destellos de humanidad. Incluso las bestias más despreciables tienen ese punto de fragilidad. Es difícil pensar en esto y en los doscientos mil muertos en Bosnia. En realidad, es difícil pensar en cualquier cosa. La escritora croata no se detiene mucho en los juicios, juicios interminables por otra parte (años para juzgar breves instantes, disparos en la nuca). Por sus páginas desfilan las contradicciones. En aquella Yugoslavia arrasada, no hay muchos inocentes, y, desde luego, los culpables estaban por todas partes, juzgados o no, aunque solo llegaran a ser espectadores insensibles de esos abismos, cuando no entusiastas. Intentar entender es ya una manera de escapar a la condición de bestia, pero cuántas veces ocurrió eso… Qué ha quedado de aquellas guerras en la conciencia colectiva de aquellos que compartieron tiempo. Qué persiste en sus hijos, en sus nietos.  

Llueve. Como llovería aquellos días, como lloverá otros días que vendrán. Qué pretendemos haber entendido, si ahora nuestros fantasmas no es que sean balcánicos sino de entre guerras. Bufones convertidos en reyes, regiones arrasadas con total impunidad, guerras interminables. Guerra, guerra y guerra. Hablamos de una nueva guerra mundial, pero la guerra es solo como la manifestación física, brutal, de algo que corre por nuestro cuerpo, que nos envenena sin saberlo. Como europeo tengo la sensación de que tenemos cuentas pendientes hasta con nosotros mismos. Europa, en algún momento, pretendió ser el sueño de una cosa, y ahora se encamina hacia la pesadilla de alguna otra. A veces, tengo miedo. Leyendo No matarían una mosca, me temo que ese miedo es algo indefinido e indefinible. Los nuevos verdugos pueden estar en todos lados, incluso ser yo mismo. No estamos a salvo. El odio se ha convertido en un estado natural, asimilado. La rabia. Aquellos hombres (y mujeres) juzgados entonces no eran tan diferentes. Solo había que deshumanizar a aquellos otros y todo se volvía sencillo. Y ahora… Me gustaría pensar que la literatura puede salvarnos de algo, que leer el libro de Slavenka Drakulić puede ayudarnos a entender lo que ya entendimos o creímos entender. No nos engañemos. Pocas cosas están por descubrirse y de algún modo esperamos escapar a esta absurda repetición de abismos. 


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