Termita,, de Garazi Albizua (Galaxia Gutenberg) | por Gema Monlleó
“Tenemos
ya más
de cuarenta años
y podríamos
decir
una vulgaridad
portentosa:
aún
ignoramos
quién
nos espera
al fondo del espejo”
Corpórea, Marta Sanz
Que la fantasía es un refugio y, llevada al límite, un peligro, es algo que la literatura ha reflejado en múltiples ocasiones. Pero que la fantasía se llame Tántalo, Cíclope o Pandora en una novela literaria contemporánea no es en absoluto algo común. Estos mitos, o, mejor dicho: las mutaciones de estos mitos, son quienes habitan (y poseen) a la protagonista de Termita (Garazi Albizua, 1985) cuando la (su) realidad la oprime y asfixia. Una mujer innominada (la asepsia del no-nombre), en la cuarentena, con un trabajo precario, con un físico no normativo, y que convive con su abuela (la termita del título: “arrastra las zapatillas de casa, suena como una cucaracha acostumbrada a recorrer, impune, las baldosas sucias”) rechazando el papel de cuidadora (“comparto con el bicho -la abuela- su odio por cuidar. Debe ser algo de familia”). Una protagonista marcada por la filiación familiar, a la que seguimos por escenas casi teatrales de un presente que afronta desde una voz poderosa y provocativa, y de la que vamos sabiendo de su pasado en capítulos breves, fogonazos ilustrativos de una realidad social marcada por la pobreza, la marginalidad, la podredumbre existencial y la exclusión.
La prosa de Albizua es como una tormenta musical, contiene rayos y truenos (“demasiados significados rompen su alfabeto”) y traza una melodía rítmica de tensión constante dominada por la ironía, la impiedad, la rebeldía, la tristeza y el desafío (especialmente en los pasajes en que la protagonista se deja poseer por la ensoñación mítica en que ha convertido sus instintos). Novela fragmentaria, de escenas cortas y quirúrgicas que por su afilada brevedad multiplican la profundidad psicológica de lo narrado, en las que cada una de ellas es un fogonazo de acción-reflexión donde la protagonista desvela, más allá del orden cronológico, los porqués de su lugar en una familia no convencional en la que las madres no saben (o no pueden) cuidar de sus hijas y en la que la herencia genética de la pobreza lastra (“la madre reúne a los que puede en la cocina: que coman calor”).
Termita es el retrato de un margen, un margen que se abre en abanico para retratar el filo funcional de la protagonista y sus formas de afrontar el mundo en un ecosistema familiar de triada femenina: la abuela (“me observa con esa mirada oxidada que el tiempo ha llenado de roña”), la madre (“las frases vacías con las que rellena el silencio que desea arroparnos son irremediablemente ineficaces. Pero ella lo intenta”), y ella: la hija y nieta (“Como hija he salido una copia algo movida, una frase incompleta con un final abierto”). Resistir, sobrevivir, es esencia inherente en esta poliédrica genealogía, y el ir y venir de palabras, elipsis y silencios (“La familia aún es grande, la gente sigue viva o no se ha escapado, todavía”) revelan los métodos de cada una de sus integrantes para evitar (o habitar) su propio naufragio (“ha aprendido a destilar la rabia: a secarla al sol, a negarla y a digerirla por todo alimento”).
La protagonista, a pesar de sus frágiles condiciones materiales de vida, no es (ni se muestra como) una víctima, sino que se vale de la crudeza de sus acciones y pensamientos para erigirse dueña de su presente (“cruzo la calle mirando los balcones, así me obligo a caminar erguida y doy la sensación de ser una mujer fuerte”). En ella no hay una brizna de autocompasión o de autoengaño, ni en lo físico (“Mis lorzas. La sequedad de mis codos. Mis tetas desiguales. Mis pelos sin depilar”), ni en lo laboral (“Mi lugar de trabajo se pega a mí”), ni en lo emocional (“Y me dais asco y os compadezco y no os voy a entender. Nunca. Aunque os quiera mucho”), ni en lo sexual (“Me gusta follar. A veces, me apetece más que comer, aunque no siempre me sienta bien. Tampoco la comida”), ni en sus escasas relaciones de amistad (“las amigas somos icebergs a la deriva que buscan a sus semejantes”). Tampoco en lo relativo a la relación con su abuela-termita, una relación que se sustenta en un amor no-dicho, no-explicitado en palabras, pero firme, continuo, irreductible (“La Termina rompió todos los espejos hará cosa de tres semanas. Para que no me mire y así evitar enfrentarme a la repulsa que busco en mi reflejo y me daña”). Una relación que conforma un juego de espejos entre el ayer (en los tres capítulos que actúan como íncipit de las tres partes de la novela) y el hoy, entre un pasado lastrado por la escasez y las penurias (y agudizado por pertenecer al bando de los vencidos) y un presente en el que un futuro digno es una expectativa imposible.
Las estrategias de la protagonista para eludir el juicio externo, para esquivar a una sociedad que la mira y sentencia (“siento el eco de sus pisadas como un reclamo de algo que desea engullirme, llevarme consigo a la colmena. A la pertenencia”), pasan por los refugios de la imaginación y se concretan en sus “montañas de anhelos” (papelitos doblados en los que escribe deseos desde niña), en su empeño por no tomar conciencia ante algunos hechos, y en el triunvirato mítico (Tántalo, Cíclope, Pandora) que, a menudo, arrebata su control emocional prendiendo antorchas en su cabeza para accionar la enajenación interna mientras enuncia un tentador “¿Y sí…?”. Ella, la innominada, aún con sus flaquezas, sin pudor respecto a ninguno de sus fluidos, no es un estereotipo débil ni un juguete roto, y el componente mágico junto al que se argumenta a sí misma, pese a la violencia ambiental que soporta, ofrece durante la lectura un espacio oxigenante con el que Albizua completa el puzle de la narración.
La novela supura crítica social en su cuestionamiento y exploración de las relaciones laborales (ella es teleoperadora, la abuela-termita cose en casa) y afectivas, en la violencia sistémica que sufren y han sufrido los personajes, y en la losa patriarcal que los oprime, entroncando con la poética temática de Belén Gopegui, Elvira Navarro, Marta Sanz o Cristina Morales. La relectura de los vínculos familiares tradicionales, la falta de acomodo en determinadas expectativas sociales, los cotos de desinhibición y desobediencia que la protagonista transita y la crudeza con la que se narra a sí misma insertan la novela en la corriente periférica de Un amor de Sara Mesa (Anagrama, 2020) o de El celo de Sabina Urraca (Alfaguara, 2024).
Resistencia, rebeldía, rabia, desafío, subversión, al servicio de una historia periférica, disruptiva y multifaz, que elude la amabilidad, la conmiseración y la condescendencia, y que refleja la cara menos amable, excluyente y opresiva de esta nuestra contemporaneidad.