No habrá más penas ni olvido, de Osvaldo Soriano (Altamarea) | por Juan Jiménez García
Hay que entender un poco qué es el peronismo para entender No habrá más penas ni olvido. Es un asunto complicado, un complicado asunto argentino. Afortunadamente, como suele ocurrir, podemos dar con alguna frase que, por puro misterio, contenga una definición aceptable. José Pablo Feinmann nos da alguna en su prólogo (no saltarse, en esta ocasión, el prólogo). Una la da el propio Soriano en el libro, en boca de Mateo: Soy peronista. Nunca me metí en política. Otra, la saca del sindicalista Lorenzo Miguel: Ser peronista es comer tallarines los domingos con la vieja. Es decir, el vacío infinito que lo contiene todo. Entendamos un poco el punto de partida. Perón tuvo un primer tiempo en el que se lo podría calificar de revolucionario, un Perón de izquierdas, por así decirlo. Eso crea una base ideológica, como el delegado municipal, Ignacio Fuentes. Vuelve Perón y resulta que, amigo de sus enemigos y enemigo de sus amigos, ahora es contrarrevolucionario, con siniestros compañeros de viaje como López Rega. Y les pilla a todos a contrapelo. Tan a contrapelo, que solo se les ocurre negar la realidad, porque esa realidad no puede ser tan irreal. Perón no puede ser así y si algo no tiene sentido deben ser los demás. Ahí en esa confusión, se instala Osvaldo Soriano.
A mí, releyéndolo (un libro para leer de una sola vez), me venía a la cabeza, formalmente, Dejad que los cadáveres se bronceen, de Jean Patrick Manchette, esa novela en la que dos bandos se enfrentaban, muerto a muerto, en un interminable duelo al sol. Podríamos hablar de una novela del oeste, pero son todas palabras cortas, porque en ambas hay una búsqueda de una manera de contar, que en el escritor argentino pasa por el despojamiento, por la consistencia y la contundencia, lo cual lo acerca más a una tragedia de héroes chiquititos y fuerzas abismales, que van desde el ridículo de los personajes locales hasta esos perros rabiosos de los civiles enviados para hacer un trabajo limpio que acaba, siendo literales, cubierto de mierda. El destino, esos hilos que convierten a los hombres en convulsas marionetas, se cruza una y otra vez en sus vidas, peronistas todos y, por tanto, ninguno. Para entender la confusión, Osvaldo Soriano construye otra confusión literaria, un incesante devenir de las cosas, que va desde el día a la noche y vuelta al día, sin que ya nada sea igual, sino un cúmulo de destrucciones, hasta quedar descompuestos, protagonistas y paisaje. La última frase, un día peronista, nos da el sentido. O el sinsentido. No como ausencia de sentido, sino como antónimo.
Decíamos que en esta historia los héroes son pequeños y los hijos de puta muy grandes. Tenemos la escala de valores torcida. Lo fácil es hablar de perdedores (y que ello implique ganadores), de vencedores y vencidos (más fácil, en este confuso duelo). Pero los muertos están en todas partes y son de todos lados. Lo que les une es que son un montón de fracasados. Unos y otros. Pero los fracasados han sido demasiado a menudo el motor del mundo (su perdición). Resentidos, encima. A Soriano se le juzgo mucho tiempo mal, sino se le sigue juzgando aún. Por pura casualidad vendió un montón de libros. También de este, sin saberlo ni él mismo. Eso le convirtió en el muñeco de un pimpampum, hinchado a pelotazos. Donde en los demás escritores se veía estilo, en él se veía simpleza, obviando el trabajo de depuración, de sustracción, que contenían. Ay, la historia de la literatura, cuantas estupideces contiene. Se podrían llenar libros enteros de absurdidades, de pequeñas miserias. Sin embargo, en Soriano, forma y fondo buscaban su acomodo, y en pocos libros como en No habrá más penas ni olvido (cantaba Carlos Gardel) esto es tan evidente y está tan conseguido.