Ciudad muerta, de Shane Stevens (Sajalín) Traducción de Óscar Palmer | por Óscar Brox

Shane Stevens | Ciudad muerta

La primera reacción al terminar de leer la última página de Ciudad muerta es la de pensar que así es como habla, como se mueve, como vive y muere el hampa. Que Shane Stevens se podía codear con autores como Clarence Cooper y Vern Smith -por citar a dos autores del catálogo de Sajalín- o George V. Higgins, que sigue pareciéndome el mejor dialoguista de la novela criminal estadounidense. Porque uno observa esa galería de zamarros al servicio de los distintos brazos de una misma organización criminal y le resulta difícil no sentir una mezcla de fascinación y repugnancia. Hombres duros, antiguos soldados, alcoholizados, viciosos o locos de remate, que practican la extorsión, propinan palizas o liquidan a la competencia. Lo que haga falta. 

Stevens se adentra en ese submundo para contarnos la historia de dos capos, Joe Zucco y Alexis Machine, enfrentados por el territorio y, en definitiva, el poder. A Machine lo mantiene en un segundo plano, mientras que a Zucco lo sitúa como punto de referencia: como hombre de negocios, despiadado, marido, amante. Una bestia. Todas las criaturas que pueblan Ciudad muerta se mueven por un terreno más bien amoral. El sexo es sucio, machista y salvaje. Los hombres son bruscos, gigantes de rostro abotargado por el alcohol y puntería fina. Y la violencia, ay, es brutal. Porque Stevens describe todo sin ahorrarnos lo sórdido, asimilándolo al paisaje natural de los protagonistas. Da igual si se trata de las tetas enormes de alguna fulana, de los impactos de bala en el cuerpo de algún desdichado o de las parafilias con las que cargan los numerosos matones que desfilan por sus páginas. Mención especial a Ginger, el navajero, protagonista de uno de los momentos más perturbadores de la novela. 

La cuestión es que Stevens dibuja un mundo sin piedad, en el que los negocios, y casi cualquier otra cosa, se dirimen a golpes o a muertos. No hay lugar para la paz. Solo para atiborrarse de poder. Lo interesante es cómo narra esa guerra intestina a través de personajes secundarios como Frank Farrano, Charley Flowers o Harry Strega. Cómo los construye, nos explica en pinceladas cada vez más breves sus biografías y les proporciona una humanidad en un panorama absolutamente desalmado. Nos cuenta si pegan bien, si son lo suficientemente expeditivos, si tienen ambiciones, si viven marcados por sus vicios, si hay un futuro posible o un presente que mira al precipicio. Y cómo cuenta todo esto. Podría ser un ejemplo de brillante crónica negra o de estudio de campo de toda esa nómina de matones a los que solo conocemos cuando la policía dibuja su silueta sobre el escenario del crimen. Los muestra, les aporta algo más que una dimensión, casi hasta convencernos de que hay, o puede haber, algo más allá de esa realidad brutal con la que las bandas criminales acaban las unas con las otras. 

Me gusta mucho esa parte en la que Charley se reencuentra con su hermano para llevar a cabo un trabajo. Las cosas salen mal. O el atisbo de inocencia, todavía intacta, con la que Harry Strega se mueve por el hampa mientras, en paralelo, mantiene sus aspiraciones de vivir una vida decente de pareja. Y Stevens a lo suyo: enseñando los mecanismos de extorsión, el lumpen que tan pronto se mueve entre el tráfico de heroína como en el de influencias. La galería de hombres recios que acaban reventados a tiros o esa sensación incómoda, la tragedia obliga, de que todos quieren en algún momento moverle el sillón al de arriba para conseguir un bocado más grande. Hoy es Joe Zucco, mañana quién sabe. 

Ciudad muerta es una novela brutal, puro nervio narrativo que agarra al lector casi por el cuello y le muestra lo más degradante de la condición humana en un carrusel de atrocidades casi sin fin. Disparos, barbaridades -véase la locura de la mujer de Ray Scottini-, matanzas, despellejamientos… Sangre a borbotones. Y, pese a ello, se podría decir que el libro termina con la impresión de que es lo justo. De que Stevens nos ha ahorrado cualquier conato de sensacionalismo literario. Son vidas violentas, figuras subterráneas, perros rabiosos que pelean hasta la muerte en una ciudad sin alma. ¿Hace falta algo más? La precisión de su autor para capturar el lenguaje de la calle, sin adulteraciones ni embellecimientos, desgranado en la página sin miedo a caer en la amoralidad. Atroz. Seco. Bestial. 

Para gente como Flowers o Strega no hay futuro, de ahí la paradoja de que Stevens les dedique tanto espacio; no escatime con ellos apuntes biográficos o personales. Son músculo, como otros tantos, pero también cooperadores necesarios para certificar ese puro horror que late en el crimen organizado. Cosa de auténticos chalados. Por las páginas de esta novela apenas desfilan policías; más bien, lo peor de la condición humana. Si Stevens fuese antropólogo, esta sería una historia de caníbales. De animales feroces. Perro come perro. Y Ciudad muerta es un extraordinario recorrido por el rincón más oscuro del alma humana.  


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