El fuego fatuo – Adiós a Gonzague, de Pierre Drieu la Rochelle (Alianza) Traducción de Emma Calatayud | por Juan Jiménez García

Pierre Drieu la Rochelle | El fuego fatuo - Adiós a Gonzague

1931. Su propio suicidio quedaba lejos, el de Jacques Rigaut a un par de años. Esa distancia, la que va de aquel año a ese quince de marzo de 1945, está atravesada por un abismo. Ese abismo que lo fue todo en la vida de Pierre Drieu la Rochelle. Desde sus acercamientos a la extrema derecha, hasta el colaboracionismo y la dirección de la Nouvelle Revue Française por designación alemana. Luego, la huida, el ocultamiento, el primer intento de suicidio, el segundo intento de suicidio, el suicidio, finalmente. Mejor, tal vez, que ser fusilado. ¿Tendría presente en aquellos años, aún, a su amigo Jacques Rigaut? Jacques Rigaut, el autor de Agencia general del suicidio, aquel que jugó uno y otra vez con esa idea hasta que decidió llevarla a cabo. Fin. En Adiós a Gonzague (Gonzague sería, precisamente, Rigaut) Drieu la Rochelle se lanza a especie de carta incriminatoria, de fulminante listado de reproches sobre su propia imposibilidad para romper el círculo que recorría una y otra vez su amigo, hasta el final. La furia de la impotencia venía a ser un apéndice, un epílogo a las dudas, a ese deambular de El fuego fatuo. El fuego fatuo también sería una obra sobre Rigaut, los últimos días de alguien que ya no encuentra motivación en nada de lo que hace, que no logra huir a las drogas, y al que lo poco que tiene no le parece suficiente para que se produzca un cambio decisivo que lo aleje de ese infierno buscado, de esa confusión que anida y ahonda en su cabeza. El cansancio no de vivir, si no de ver vivir a los demás, dice.

Es difícil separar la novela de la adaptación cinematográfica que hizo de ella Louis Malle. Es uno de esos casos en los que ambas acaban por volverse una sola cosa, inseparable, un camino que recorre la orilla del río y se espeja en él. Ambas comparten ese minimalismo por el que su protagonista se queda cada vez más y más solo y lo único que hace es despedirse de personas y sensaciones, mientras esa oscuridad que estaba alrededor de él, le atraviesa y acaba por ser él, todo él. Ese último recorrido por aquello que son sus días, por aquello otro que fueron, por la certeza de que no serán otra cosa más allá de eso, podría ser una manera de pedir ser rescatado, pero todo en él es fricción, todo en su cabeza. Sus gestos, su trato con los demás, de algún modo se ha desgajado de su pensamiento. Él, que solo entiende acción y pensamiento. Sus sentimientos, que entiende sencillos, se han vuelto complicados. Se reprocha irse sin haber alcanzado nada. Tiene treinta años y la belleza que le facilitó mujeres y dinero se aleja, devorada por esas drogas, como el espíritu. Lanza un último mensaje a Dorothy, su mujer, que se ha marchado a Nueva York y no cree en él, y despide a Lydia, con la que podría mantener una ilusión de vida un tiempo más. Pero nada, absolutamente nada, le aleja de esa sensación de que todo es inútil. Me mato porque no me habéis querido, porque yo no os he querido. 

Con el pensamiento en Rigaut, Drieu la Rochelle escribió su propio viaje hacia la noche. Una noche que lo era todo. Frente a esa rabia de Adiós a Gonzague, estaban las preguntas de El fuego fauto. Las preguntas sin respuesta, ese Alain que ya no puede ser traído del mundo de los muertos porque la vida se le ha vuelto algo insuficiente, como insuficientes son las palabras de los demás, convertidas en ese ruido persistente, molesto, ininteligible. El suicidio es un acto, el acto de los que no han podido llevar a cabo otros. Dice.


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