Palacios, hangares y cuevas, de Roberto Valencia (La navaja suiza) | por Óscar Brox

Roberto Valencia | Palacios, hangares y cuevas

Cuando me preguntan, nunca sé explicar qué es (o en qué consiste) visitar un museo. La última vez que estuve en uno, en Atenas, deseaba quedarme encerrado porque en la calle la temperatura rozaba los cincuenta grados. Y casi juraría que mi mujer y yo pasamos una y otra vez por la videoinstalación fluvial de Bill Viola como si el agua torrencial filmada a cámara superlenta nos pudiese salpicar (ojalá). En realidad diría que hay un misterio; más bien, la necesidad de que lo haya. Ya que en el museo conviven la zona expositiva con el espacio para el merchandising, la marca cultural con el oficio artístico, lo justo debería ser recorrerlo de arriba abajo, ignorar las flechas e indicaciones, quizá a la misma velocidad con la que los protagonistas de Bande à part atravesaban el Louvre. Sin saber muy bien qué esperar de todo eso y, acaso, desacralizando un poco la experiencia. O lo que es lo mismo: saber cómo buscar fórmulas para leer el interior de un museo, para mirar el arte, sin caer en la trampa del evento/acontecimiento/highlight cultural. O sea, cuando el museo se convierte en una chuchería moderna más cercana a un parque de atracciones para la burguesía con aspiraciones estéticas.

La lista de museos a los que Roberto Valencia dedica su atención comprenden los suficientes temas como para hacer de este libro una reflexión, más bien, cultural. No se trata solo de ahondar en la manera en la que miramos las obras, de juzgar las transformaciones de las instalaciones museísticas o, en fin, hasta qué punto el mercado y esa necesidad de epatar a todo quisqui han deformado los fundamentos con los que se erigieron los museos. Diría que Valencia apuesta por llevar todas esas cosas unos pasos más allá para, así, invitarnos a pensar en la convivencia entre obras y espacios, en la historia (el relato) que proponen unas y la Historia (el tiempo, y cómo leerlo) que contienen otros. Las formas y los sentidos, pero también como unas y otros se han modulado a través de los siglos. De ahí, por ejemplo, su análisis del Louvre, ese lugar que podría ser “la caja negra donde se habrían grabado las maniobras que dirigieron los mundos anteriores” (con un énfasis especial en el bonapartismo) y lo que implica esa idea a ojos del espectador que acude al recinto en busca de una revelación o catarsis.

En Palacios, hangares y cuevas abundan los relatos y narraciones. De la casa-museo de Anne Frank a la imagen de Nefertiti convertida en ride museística (vayas adonde vayas, las señales hacen inevitable que la acabes contemplando a paso ligero entre la multitud), del éxtasis creativo de Jorge Oteiza a la obra enorme de Anselm Kiefer directamente trasplantada a un hangar milanés. Me gusta lo que escribe Valencia a propósito del Museo Serralves de Porto, poniendo el acento en el porvenir de un recinto cargado de historia cada vez que se le pide abrirse al presente… sea lo que sea esto. O, a propósito, lo que se puede decir del pasado y las ruinas de la Acrópolis cuando son encapsuladas en una exposición o, simplemente, convertidas en objeto de exposición. Hago un paréntesis para otra anécdota ateniense: cuando visitamos el Partenón, a eso de las 08:00, subimos a la carrera casi confundidos, sin saber del todo qué iba primero: la necesidad de llegar antes de que se masificase, en ese momento en el que los vigilantes no paran de repetir que no se hagan fotos con intención paródica junto a los monumentos, o de encontrarnos con un lugar que bien pudo ser en otra época el arenero de los mitos y personajes de la antigua Grecia. Ganó, claramente, la segunda opción.

Me gusta la sensibilidad con la que Valencia aúna el comentario y la crítica, con la que desentraña la obra de arte (diría que el texto más inspirado de todos es el que dedica al Museo nacional de Historia natural de Francia; la artista mejor retratada: Louise Bourgeois) o le aplica el barniz de la Historia reciente para desvelar otra capa de sentido; por ejemplo, en todos esos artistas malogrados por el nazismo que encuentra en la Berlinische Gallerie. Dicho de otra manera: me gusta cómo es capaz de conectar lo que vemos, así a simple vista, con todo aquello que subyace o resuena culturalmente. Y cómo, aun con su mordacidad e ironía templada, nos traslada hacia una serie de espacios y obras que, en la mayoría de casos, desgrana con la pasión justa como para desear recorrerlas o volver a visitarlas. Con todo, me da la sensación de que este libro apunta, principalmente, a la variabilidad del concepto de cultura y a los múltiples condicionantes, atenuantes y elementos que hacen del término un suelo francamente resbaladizo. A ratos, hecho papilla.

Nada más pisar el aeropuerto de Berlín compré el museumpass. Recuerdo perfectamente la mayoría de cosas que vi, desde los Cremaster de Matthew Barney, casi rozando sin descaro el blockbuster artístico, a Caillebotte y Friedrich. Y, sin embargo, no puedo quitarme de la cabeza a Lilith (und rotten meer) y Anselm Kiefer y cómo, días después, lo mezclé con el vértigo al recorrer el jardín del Museo Judío. Lo plástico, de alguna manera, se convirtió en lo psicológico. La catarsis. O, simplemente, en una manera de leer, de mirar la obra, más allá del envoltorio de hormigón y diseño. Diría que Roberto Valencia busca un efecto parecido con su libro: desvelar, desenvolver, desnudar, para poder volver a conectar tiempos, lugares, tradiciones e historias en un contexto, el de la Cultura, devorado por las exigencias mercantiles del presente. O lo que es lo mismo: ser capaces de volver a mirar.


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