Noruega, de Rafa Lahuerta Yufera (Drassana) | por Juan Jiménez García

Rafa Lahuerta | Noruega

Noruega es nuestro Ulises. Nuestro: el de aquellos que hemos merodeado alrededor, dentro de esta ciudad. Debería sentirme concernido: el protagonista y el escritor nacieron el mismo año que yo, aquel 1971. En realidad, nací en una lejana aldea albaceteña, mientras ellos en esa ciudad a la que me trajeron (es un decir) cuando tenía tres años. Es un decir, porque en realidad llegamos a Tavernes Blanques, que era como una parte de Valencia, pero no era Valencia ni nunca pretendió serlo, allá, al fondo, tras San Miguel de los Reyes, monasterio, cárcel, colegio, biblioteca, escenario a veces. No nos separaba ni un centímetro de la ciudad, pero era como estar allá, mucho más allá, y solo quedaban los domingos en la plaza Redonda y el rastro, las revistas sobre el más allá, los pasatiempos, los pájaros y las tortugas de agua. Otra vez escribiendo sobre mí. Pero es que Noruega es un libro sobre nosotros. Sobre aquellos que hemos crecido en las ciudades, esas ciudades cambiantes, derrotadas por interminables presentes, convertidas en invisibles, en lugares de nuestra memoria. Ciudades imprecisas, pero ciertas, destruidas, construidas, deconstruidas, vuelta a empezar. Quizás James Joyce fue el primero en entender que todos somos Ulises, que todos estamos buscando regresar a nuestras Ítacas, atravesando otros mundos, otras vidas, creyendo que alguien nos espera, nos sigue esperando. En Noruega, Leopold Bloom es Albert Sanchis, y el viaje no dura ni unos años ni un día, sino una vida. Una vida de derrotas, con un héroe incapaz de escapar a sí mismo, a sus debilidades, que son muchas, a sus monstruos particulares. Incluso el libro termina con su propio monólogo de Molly Bloom, aquí Elena, su única “mujer”, lo más cercano. Y él ya no despertará de su sueño eterno. 

El espacio geográfico más reducido de una ciudad (si nos alejamos de la intimidad habitación-casa) es la familia. La familia no es solo un conjunto de relaciones sociales, sino también un puñado de lugares, de calles, de recorridos, una primera frontera imprecisa pero cierta. Las idas y venidas al colegio, llevado y traído, los abuelos, los tíos, los domingos. Diría que, de todas esas geografías familiares, la más fuerte es la del abuelo. También en Noruega. Y la relación con los padres, que son siempre injustas. También con los hermanos, y los primeros amigos, que rara vez son los últimos y que, sin embargo, nos devuelven, con el tiempo, una cierta verdad de aquello que empezamos a ser. No pocas veces en contradicción con el yo del presente. Para Albert Sanchis no deja de ser así. Esas amistades que luego morirán pronto, arrasadas por la droga, y esos primeros amores, idealizados, que se desmoronan, convertidos en hueso y polvo. 

En Noruega encontramos la épica de vivir. La épica, claro está, del antihéroe, porque aquellos nada maravillosos años no invitaban a otra cosa. En Albert está el extravío, un gusto por las decisiones equivocadas, un instinto de supervivencia en mínimos. El poco dinero heredado, los pisos vendidos, le permiten llevar esa vida de mínimos en lo económico que acaba por convertirse en una vida de mínimos en lo emocional. Ya no su relación con las mujeres, que tiende e incluso aspira al conflicto, sino consigo mismo y los demás. Al final, encuentra su realización en la propia ciudad, en la gente con la que comparte una geografía, pero no una intimidad. Seres a la deriva en un mar de calles y recuerdos. Qué fácil es crearnos nuestros propios laberintos, nuestros propios monstruos, nuestras salidas imaginadas, seguir hilos, buscar Ariadnas. Y qué complicado escapar. Albert ni lo intenta. Allí dentro está bien o cree estarlo. No, a veces, no. Pero como no es muy persistente ni en sus lamentaciones, ni tiene especial afición por rememorar caídas, es suficiente. Podría tener un problema con los años, pero el problema se le resuelve inesperadamente. Los años se acaban y con ello logra encajar aquellas piezas de su vida que se habían quedado sueltas. Se reconcilia con lo que no lograba reconciliar y el laberinto se cierra definitivamente con él dentro.  


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