Pierre Loti no fue ningún desconocido en su tiempo, aquel siglo XIX que acababa, aquel siglo XX que empezaba y que no tardó en mostrar sus intenciones suicidas. Fue un escritor de éxito, uno de aquellos marineros que nos ha dado la literatura. Porque sí. Loti (o Julien Viaud, su verdadero nombre) fue, ante todo, un hombre de mar, un amante de Oriente, el lugar donde quería ser enterrado. Y, mientras tanto, escribía. WunderKammer, una editorial reciente, uno de esos afortunados nacimientos, edita ahora su Diario íntimo, que va desde 1878 a 1881, es decir, desde sus veintiocho años hasta los treinta y uno.
El lugar que concedía Loti a la literatura en su vida no debía ser especialmente amplio. Había otras necesidades seguramente más acuciantes. El dinero, su vieja madre, la vida en la armada. Si escribe es por puro instinto o necesidad. En los ratos libres que le va dejando el mar, encerrado en su cuarto, escribe. Su vida y su escritura (como bien nos muestran sus diarios) son una misma cosa, y los protagonistas de una son los protagonistas de las otras. Su exotismo no es un exotismo de salón, sino su propia existencia. No todo es cierto, claro está, pero hay una verdad que atraviesa cada obra.
Este Diario íntimo no es solo un diario. Junto a él, se entrecruzan cartas (enviadas y recibidas, esa parte de una correspondencia que siempre se suele obviar, como si uno escribiera sin esperar respuesta y sin contestar a nada). Cartas de y a Plumkett, oficial de la marina, igual que él, y destinatario primero de su obra, sobre la que cambiaban impresiones y correcciones. Cartas de y a su madre, su vieja madre, que vive con sus no menos viejas tías, y que representan ese mundo antiguo del que, por otro lado, Loti no quiere escapar. Una ternura, una melancolía de lugar perdido, al que todavía volverá. Cartas de su antigua amante, con una relación que se marchita y se vuelve venenosa, cargada de reproches y cosas lanzadas. También de y a Alphonse Daudet, por quien sentía una gran admiración y que acabó convertido en su amigo. Hay más, claro, y ese es uno de los logros del libro. Ese entrelazarse de lo íntimo con lo privado, lo que uno escribe para sí mismo y lo aquello que escribe para otro.
Los tiempo cambiaron, y en esos veintiocho años en los que Guillaume Apollinaire se preguntaba que había hecho de su vida, roída por los ratones del tiempo, Loti se sentía ya viejo, cuando hoy en día no habría ni empezado a vivir. Su pasión por aquel Oriente, en especial Turquía, su estancia en Argel, sus nuevas novelas, cada vez presentadas con más éxito, van punteando los días. Y aún es capaz de pensar que algunas cosas, como el amor, llegan a su fin, y no vivirá tiempos iguales. La eternidad es una mera ilusión y nada parece estar llamado a permanecer. Muere su tía y piensa que aquel niño que arrullaba ha corrido ya mucho mundo y está cansado.
En una carta sin fechar, escrita a Émile Pouvillon, escritor como él, en una hora particularmente melancólica de la tarde, se siente solo y piensa en todos aquellos países que ha recorrido. Profundamente solo. Y entonces nuestros pensamientos vuelven atrás, a todas esas páginas que hemos ido dejando, a toda esa intimidad que hemos compartido, desde la distancia, que es tanta. Y la belleza de lo lejano, el misterio de los desconocido, la aventura de escribir y de vivir, se confunden en una sola cosa: el hombre. Pierre Loti, Julien Viaud, escritor, marinero, persona.
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