Philippe Soupault fue uno de los fundadores del surrealismo, junto con André Bretón y Louis Aragon. Es más, él mismo decía, en su vejez, que había sido el más puro de los surrealistas, quién sabe si el único, lo cual no le sirvió para mucho. Apenas tres líneas en el diccionario del surrealismo que publicaron Bretón y Paul Éluard, y acabar (por el procedimiento habitual de la patada) fuera del grupo en el año 1927. El caso es que aquel que había escrito la primera obra surrealista de la historia, Los campos magnéticos, en colaboración con Bretón, siguió su vida. Y esta fue extensa.
Un año después, publica Las últimas noches de París. Es el mismo año en el que se publica Nadja y un poco después de El campesino de París. No está mal, si tenemos en cuenta la querencia casi enfermiza del movimiento por la poesía y contra la novela. Dirán que esto es otra cosa, pero sí, bueno. La obra de Soupault seguramente no es ajena a las otras dos. Primero porque hay un personaje común, que es la ciudad, como algo vivo, bien presente. Y luego porque hay esa necesidad de inventariarla, de nombrar las cosas, de apropiárselas con un lenguaje nuevo, inédito. Pero hay algo que marcará una distancia insalvable. Mientras Breton escribe una novela de amor por una mujer y Aragon por una ciudad de desaparece, Soupault escribe… una novela de misterio.
Podría intentar contar el argumento y sería relativamente sencillo. Una historia de encuentros y gente que se sigue. Pero no sé si eso es lo importante. Tal vez lo sea más ese momento en el que Georgette sigue caminando a través de una ciudad que se confunde con la noche. Lo demás es un andamiaje para sostener la firme voluntad de caminar, de atravesar los sitios y esa oscuridad. Georgette, esa Georgette, es el misterio, pero, de nuevo citando al escritor se trata de ese París que yo creía conocer, pero cuyo sexo y cuyo misterio ignoraba.
Soupault reconstruye una geografía que le es propia a base de asociaciones de aire surrealista sin llegar al exceso que tan a menudo se queda en el balbuceo. Sus imágenes caen aquí y allá punteando los lugares, pero nunca son un todo, como si la vida fuera un sueño o una borrachera, el producto de una escritura que solo puede aspirar a ser automática. Narrador convencido, para él no se trata de buscarle las cosquillas a la novela, si no de contar. O de contarse, porque siempre es inevitable ver en estos paseantes al autor, tal vez porque hay experiencias difícilmente trasladables.
Hay una frase que abre el primer capítulo y que es una declaración de intenciones: Escoger es envejecer. Philippe Soupault tenía difícil encaje en cualquier sitio, desde el momento que estar en algún otro lado era una elección. Como sus personajes, prefiere vagar por ahí, al aire de su tiempo o de su espíritu, esa palabra tan de aquella época y que ahora nos cuesta comprender. A París le quedarían más noches, lejos de estas últimas, pero lo importante es vivir como si todo fuera a acabar un poco después. Atravesar la ciudad despidiéndose de ella. Esperar el día para encontrar la noche. Y dejar un lugar, siempre, para el descubrimiento. Y el temblor.
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