Los incidentes, de Philippe Djian (Fulgencio Pimentel) Traducción de Regina López Muñoz | por Óscar Brox

Philippe Djian | Los incidentes

Entre la estupefacción y la calma, ese podría ser un buen resumen de las maneras literarias de Philippe Djian. Con «Oh…», por ejemplo, ofreció la detonación lenta de una clase burguesa ensimismada en la baja moral (y los aún más bajos instintos) y la nada. ¿Humor negro? Sí, si funciona como salvoconducto para una suerte de liberación social; para reconocer, en mitad de un entorno de patanes y depredadores sexuales, o de un núcleo familiar tóxico, la posibilidad de emanciparse. De dejar al aire las costuras y las cicatrices, porque no es que vayan a ser mucho peores que las que oculta el vecino bajo su fachada de príncipe azul. Visto así, Los incidentes podría arrancar donde termina «Oh…» (y viceversa), pues no son pocos los vasos comunicantes entre ambas novelas. Para empezar, esa obsesión por una historia familiar sórdida que rodea a los personajes; y para acabar, la maldita habilidad de Djian para hacer que todo suceda como por casualidad. El arte de la detonación lenta.

Aquí en lugar de Michèle, tenemos a Marc. Profesor de escritura. Amante de riesgo. Lo suficiente como para convertir sus clases en un caladero para escoger compañera de alcoba. Si eso es algo moralmente reprochable, Djian apenas lo tiene en cuenta. Al fin y al cabo, no va a ser la última transgresión que cometa su protagonista. De hecho, en menos de un par de hojas su aventura con Barbara termina con el cadáver de ella arrojado a una gruta. Pero ¿es que Marc es, también, un asesino? No vayamos con tanta prisa. Basta recordar que al autor de 37,2˚, al amanecer le gusta tomarse las cosas con calma, como si no pasara nada. En parte, porque a poco que nos aventuremos en la novela descubriremos que el entorno de Marc es, si cabe, aún más patético. Véase, por ejemplo, a Richard, su superior en el departamento, permanentemente colgado de su hermana Marianne, que combina una visión pragmática de la enseñanza con su babosería personal; o la mediocre Annie Egbaum, a la que Djian parodia sin piedad a través de su (impostado) sex appeal sin dejar de apuntar hacia todos esos personajes sin talento obsesionados por medrar en el mundillo. La lista podría ser extensísima (ya llegaremos a Marianne), pero el autor los dibuja como un grotesco circo que no deja de ensayar frente al espejo para convencerse de que son, de que forman parte de la sociedad.

Lo interesante de Marc es que pasa olímpicamente de todo eso. No sabría decir si es un misántropo, pero sí alguien capaz de urdir una escala de sabor de los cigarrillos que fuma compulsivamente mañana, tarde y noche. Un escritor frustrado, bueno, que en un giro (casi) metaliterario narra la mejor novela criminal. Un paria que apenas se avergüenza de sus inclinaciones y desviaciones, ora recordando el fatal destino de unos padres terribles, ora dejando caer que el vínculo que le une con su hermana traspasa cualquier categoría moral que se precie. Y, a su manera, nunca deja de resultar magnético; irresistible, hasta cuando unos sicarios contratados le dan de hostias. Más que el carisma del perdedor, lo fascinante radica en la libertad con la que se separa de cualquier cosa para encontrar un poco de espacio en el reconocerse… pese a todo.

Djian es un escritor de pasiones atemperadas, de volcanes fríos. Le gusta dar ese primer puñetazo, dejar grogui al lector para, acto seguido, levantarlo de la lona y explicarle lo que sucede. Que igual Marc ha matado a un policía, por eso aparece cubierto de sangre en su casa; que igual Miryam, la madrastra de la chica desaparecida, oculta alguna cosa más; que igual Marianne es tanto o más turbia que su hermano. Leemos las páginas con la avidez de un folletín o una novelita, sin casi reparar que su autor no deja de jugar con todo, personajes y lectores. A unos los conduce hacia cada precipicio que se encuentra, como Marc a lomos de su viejo Lada cada vez que le toca coger la carretera; a los otros, a nosotros, nos da unos cuantos bofetones, todo risueño, para que nos sacudamos prejuicios y moralinas y apreciemos en su justa dimensión la basura que anega a la maravillosa burguesía francesa. Tanta como para que no nos escandalice el sexo entre hermanos (a veces pasa, razonará Marc). Recordemos: la estupefacción y la calma. O la clase de novela en la que cada página parece arrojar al lector a un precipicio.

La historia de amor entre Marc y Miryam es corta, rápida, intensa. Encuentros locos y amor furioso. Dos extraños que no pueden dejar de verse. Claro que luego resulta que ella es policía y él, probablemente, su presa. Otra casualidad, Djian ríe. Lo que sucede es algo parecido a lo que sucedía entre Michèle y Patrick en «Oh…». Un punto de extraño reconocimiento, incluso de conmiseración; como si, por un momento, los monstruos pudiesen ser menos monstruos por dejarse ver a la luz del día. O por saber aparcar las rígidas estructuras sociales que gente como Richard o Annie Egbaum siguen a pies juntillas. Porque, si algo nos queda claro de un personaje como Marc es que cada vez resulta más difícil hablar del hedonismo, huir de las convenciones o ponerles dinamita para su voladura. Es, en su forma, la gracia de la escritura de Philippe Djian. El sentido cáustico con el que nos pone alerta ante el personaje que cada quisque decide interpretar frente a la sociedad.

Quizá por eso, el de Marianne sea el más ingrato, el más terrible, la hermana con un pie en cada lado. Esa que parece reprobar el comportamiento de Marc mientras, de tanto en tanto, regresa a su cama compartida. ¿Un juicio moral? De ninguna manera, se diría que Djian protege a sus criaturas; les ríe, incluso, las gracias (a Houellebecq le gustaría la historia de este individuo satisfecho en su condición de paria). No en vano, aportan un poco de rojo sangre en un mundo dominado por la escala de grises. Pisotean la imagen, la moral de tanto baboso y arribista, de los príncipes azules y de las sociedades perfectamente engrasadas. Invitan, como la escritura tranquila del autor, a caminar por el borde del precipicio. A la espera de que, con la detonación, llegue el boom.


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