Por qué haría yo, de Mary Robison (Malas tierras) Traducción de Ce Santiago | por Óscar Brox
Hay algo en la confesión de Money, la protagonista de Por qué haría yo, que me ha llevado hasta uno de los poemas más secos de Raymond Carver (y juro que la conexión no está en que aquel y Mary Robison compartieran editor): El desván. Son pocas líneas, las suficientes para dejar constancia de una vida que ha pasado y, como tal, se ha olvidado. Escribir más está de sobra, no conseguirá amortiguar el dolor ante la nada. Entonces, puede resultar paradójico, incluso injusto, contraponer los versos de Carver a las quinientas treinta y seis secciones que componen el libro; también lo sería afirmar que Robison, a diferencia del autor de Catedral, sabe cómo extraer el humor, no solo la reflexión, de ese entorno vital yermo. Porque las peripecias de Money no dejan de desprender una cierta comicidad, a caballo entre esa América tan propia del realismo sucio y el retrato en femenino de una sociedad sobrecargada de estímulos. ¿Entonces? Digamos que tanto Robison como Carver saben cómo hacer hablar al tiempo, dotarlo de una forma, de un ritmo, de una coloración moral. Sabe (ahora hablo solo de Robison) cómo hacer de Money una cuestión de tiempo. Una mujer construida en fragmentos, escrita a ráfagas en cualquier lugar, de cualquier manera, capturando precisamente esa sensación de continuo descentramiento. Cuando todo parece roto, y no sabemos si se puede arreglar; cuando hasta la melancolía parece una bobada; cuando, simplemente, trazar (o intentarlo) un autorretrato solo conduce a una maraña de garabatos sobre el papel. A toda esa fuerza que, sin embargo, cae inevitablemente en saco roto.
Robison escribe a Money. Su heroína es una frase corta, un pensamiento que no llega o que se pasa de frenada. Es un diálogo lacónico. Casi austero. Tanto que, forzosamente, despierta la comicidad. La desgracia, cuando es pequeña y cotidiana, hace reír. Activa ese mecanismo por el que nos reconocemos. Por sus páginas desfila Mev, la hija, que podría parecer sobradamente preparada (en algún momento será abogada) si no fuera por su dependencia a la metadona; está Hollis, la clase de amigo que prácticamente ha invadido tu casa, esa presencia que está siempre ahí aunque no sabemos muy bien por qué; está un novio y otro, recuerdos de exmaridos y amantes; está la meca del cine, la Paramount (Money es guionista, por cierto), un tratamiento para una película de Pie Grande y el puñetero ceceo de Penny; y está, también, el hijo medio perdido, lo frágil y la belleza que inevitablemente le acompaña. Robison se mueve por este escenario, un poco, a pisotones. No puede evitar el desdén por las cosas que pasan, pero al menos le ahorra a su heroína el molesto trabajo de compadecerse. Al revés, prefiere que se la lleve el huracán de las pequeñas cosas, las calamidades domésticas y cada situación que se trunca dejando al aire el lado tonto de la vida. Qué puedo hacer por ti.
Para empezar, no dejar de escribir. De enarcar la ceja, porque si algo describe a Money es su inteligencia. Y si algo la condena, también, es esa misma inteligencia. América es lugar para otra clase de listos. Y, desde luego, los personajes de Robison conviven con demasiadas tachaduras. Son como manchas de salsa en un documento oficial, un renglón torcido en un perfecto cuaderno de caligrafía o un VHS rayado atrapado en los cabezales del reproductor. Funcionan, pero solo porque su ambiente es igual de viciado, de genuinamente jodido, hasta casi rozar la parodia. No resulta extraño que Por qué haría yo surja de un conjunto de fichas escritas de tanto en tanto. Es la constatación no solo del tiempo, sino de una vida, de una colección de momentos y de rostros que, para bien o para mal, acaban resultando familiares -y ese, por cierto, es uno de los puntos fuertes de Robison; manejarse en lo cotidiano con tanta facilidad como para dibujar a unos personajes que, a menudo, solo conocemos por las impresiones de su protagonista. Son garabatos, pensamientos enmarañados, pero la autora sabe perfectamente cómo darles cuerpo, voz y ese pathos que les otorga algo de profundidad en medio de tanta indiferencia. Tal vez sean unos imbéciles, pero incluso en su mediocridad hay algo poderosamente llamativo. Bello, quizá.
Las cuitas de Money, como las de Robison, servirían para dibujar una América cada vez más ahogada por su delirante idea del progreso. Machacada económicamente y a resguardo en esos suburbios que las fotografías de la agencia Magnum se encargarían de embellecer. O, como mínimo, de disimular todas esas tristezas (que se pierda la gata o que el fisco te apriete las clavijas) que la autora conjura en una escritura cortante, directa, como si su novela fuese en realidad más de quinientos monólogos recabados de aquí y allá. Tiempo. Vida. Una confesión, la siguiente.
-¿Estás sola?- me pregunto.
-Sola del todo- digo.