Dicen que Nevers es más triste, de Angélica Liddell (La uña rota) | por Juan Jiménez García

Angélica Liddell | Dicen que Nevers es más triste

No pensaba escribir sobre este libro. No tenía nada que contar o que lo que tenía que contar era demasiado. Como todos esos colores revueltos que acaban por ser uno solo y este es el blanco, la nada, el vacío. Dicen que Nervers es más triste empieza con una cita de Muerte a crédito, de Louis-Ferdinand Céline, y eso también quiere decir algo. Hasta ese comienzo anodino de la cita, que algunos entendemos: Aquí estamos solos otra vez. Porque escribir es un acto solitario siempre y vivir, a ratos, más o menos largos. Nunca había pensado que las citas que abren los libros habría que leerlas al principio y releerlas una vez terminado. Entonces, este es un libro sobre un luto que va de 2018 a 2019, que es un año, un luto por dos muertes, la del padre y luego la de la madre, con apenas unos meses de diferencia. Y no solo es un libro sobre una orfandad sobrevenida, sino también la preparación de la propia muerte. Una letanía en la que pide que se la lleven, que se la llevan con ellos. Padre, madre. Pide que le hagan una mortaja, allí, en Cáceres, y ella misma escribe una letanía. Porque eso es este libro. No solo es un libro sobre la orfandad sino también sobre los últimos. Aquellos que no dejaremos nada tras nosotros. Ningún otro huérfano. Principio y final.

La extinción. Tantas cosas se extinguen en este libro… Pasan las estaciones. Desde el verano de la absolución, hasta la primavera. La primavera nos dice cosas de renacimientos, pero yo no estoy tan seguro de ello. Tal vez nuevos intentos. Hace unos días veía la versión de El círculo de tiza caucasiano del Berliner Ensemble, dirigida por Michael Thalheimer. En ella, no hay escenografía. Nada. Y esa nada, es la oscuridad más absoluta. Y los personajes entran y vuelven a ella. De ella surge y a ella vuelve Angélica Liddell en este libro, una y otra vez, una y otra vez. Porque este es el libro de las repeticiones y es el libro de las repeticiones porque nada puede ser olvidado, así como así, es absurdo. Y porque las señales (como esos negros) se suceden y anuncian algo (quizás solo una despedida), y el sufrimiento es el mismo, y los temores también, los mismos, multiplicados o ligeramente atenuados. Llevadme, llevadme. Pero nadie te lleva. Te quedas ahí, aquí, y todo sigue, pese a nuestros intentos de detener el tiempo. En un libro en el que se suceden las estaciones, cómo detener el tiempo, cómo dejarlo ahí, instalado en la derrota, inmóvil, crucificado. Sin descendimientos, sin resurrecciones.

Un libro sobre lo sagrado. Volver, volver. Pero volver ¿a dónde? Cincuenta años. La juventud queda muy atrás y ya ni tan siquiera puede ser simulada sin un algo de ridiculez. El final está en algún lado, más cercano, pero igualmente impreciso. Demasiado pronto. Creemos ya conocer todo lo que tenemos que conocer. No hay ataduras y somos libres. Pero, ¿libres para qué? Se pregunta qué hacer con esa libertad, sin descendencia. La libertad es una cadena más que nos sujeta a algún sitio. La escritora quiere hacer algo en vez de escribir. ¿Vivir? Aquellas palabras de Fernando Arrabal: se escribe porque no se vive. Cincuenta años de frustración. El odio como mecanismo que mueve el mundo. El odio que esconde una interminable necesidad de amor, amor físico, un algo físico sin amor, un algo. Le necesidad de estrellar las cosas, también a los niños. Acabar con todo, alcanzar el final. También había odiado a esa madre, esa madre por la que ahora sufre, a la que quiere unirse.

Un libro triste, lleno de dolor y de rabia, un libro maldito, dice, círculo sobre círculo, dice. Uno de esos libros que surgen de la necesidad de arrojarlo todo, de quitarnos estas ropas pegajosas que nos atenazan, que nos oprimen hasta la falta de respiración. Es todo tan lento, tan pesado, tan triste… Céline, de nuevo la cita que abre el libro. Al principio no iba a escribir nada. No pensaba escribir nada. Después de estas palabras, al menos no añadiré ninguna más.


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