Insulina, de Pedro Padilla (Kaizen) | por Gema Monlleó
“¿Quién no ha soñado alguna vez en despegar, volar lejos y quemarse en alguna llama lejana?”
La caja negra, Amos Oz
Me gustan los libros que son metáforas. Los libros que mientras te cuentan una historia están dándote todas las pistas para que leas también otra. Esto es lo que me ha sucedido con Insulina, la segunda novela de Pedro Padilla (Coria del Río, Sevilla), una historia ambientada en un futuro próximo que narra los efectos de la recuenola, la droga legal de los recuerdos, la droga de los viajes al pasado (“el homo sapiens había evolucionado, había dejado paso al homo recordatus”). A partir del intercambio de correos electrónicos entre Dolores, una anciana exadicta, y Mabel, una periodista de investigación, asistimos al relato de la epidemia lisérgica en una España fácilmente identificable con el momento actual.
La recuenola es la excusa. La recuenola es el disparadero desde el que Padilla escribe sobre este mundo contemporáneo nuestro (la historia sucede en Cádiz, pero mira de frente a todo el país y de reojo al resto del mundo occidental). La recuenola es el chute para volver atrás cuando el presente (y el futuro, claro) es descorazonador (“el efecto inmediato del consumo de recuenola era una profunda evasión. Viajar al pasado implicaba la desaparición del ruido que caracterizaba el tiempo presente”). La recuenola es el oro que, en pocas manos, contagia la fiebre de los deseos. La recuenola es una muesca más en el revólver del capitalismo, ahora galopando de lleno en la última frontera: la tercera edad (“las Casas de la Memoria se han mostrado como un excelente mecanismo para la integración y salud de nuestros mayores”).
“A través de esta droga albergábamos la posibilidad de retornar al pasado. Un lugar que, a causa de nuestra perversión natural de mitificar lo anterior, se mostraba como una suerte de paraíso en la tierra, un mundo por el que podíamos navegar con el sosiego que da saber que teníamos protección para el dolor, la desolación y la muerte”.
Como en tantas epidemias que conocemos, y no me refiero a únicamente de drogas sino también de “modas (peligrosas)”, cuando el producto llega y explota en el mercado las consecuencias no sólo no son visibles, sino que son desconocidas. Al menos para el gran público, para la gran masa de consumidores, seguramente no, en este caso, para los científicos inventores y los laboratorios que destilaban la recuenola (y sí, estoy pensando en el paralelismo con la familia Sackler y en El imperio del dolor de Patrick Radden Keefe o en La belleza y el dolor de Laura Poitras). La regulación, cuando llega, llega también tarde. Y así como, ahora mismo, se siguen abriendo casas de apuestas junto a institutos y mercados, en el Cádiz de Padilla se abren Casas de la Memoria: los centros en los que consumir la recuenola con garantías de calidad, seguridad, higiene y confort ambiental. Un confort que comienza por los bellos y “jovencísimos efebos” (sic) que, como en una aséptica oficina bancaria, te atienden y asesoran (es decir, te venden su producto, incentivados por sus propias comisiones). Un personal que, cual Tadzio en Venecia, guía a los von Aschenbach ancianos por las salas temáticas en las que recibir el pinchazo que abrirá el cofre del recuerdo escogido si todo sale bien. Porque la posibilidad del mal viaje existe, y es posible que el recuerdo al que se quiere regresar sea esquivo y se mantenga opaco (“la mente en demasiadas ocasiones actuaba por libre y, a pesar de los esfuerzos del usuario por regresar a una determinada fecha, la recuenola nos llevaba por los derroteros que ella misma decidía”). Y entonces, ¡oh, entonces!, habrá que regresar otro día, pagar por una nueva dosis y encomendarse a San Cono, el patrón de (¿casualidad?) los juegos de azar. Como si los antiguos fumaderos de opio se hubiesen convertido en un love hotel de Tokio o en una escape room, así las Casas de la Memoria.
Y con la droga, con el maná, con ese “tocar los recuerdos”, la resistencia del cuerpo y la mente ante el exceso de consumo (“el consumo reiterado de recuenola incidía en la manera que teníamos de acceder a los recuerdos”), el pasado que se oculta, el fantasma de uno mismo mucho más joven envuelto en brumas, y las dosis que aumentan, y el gasto que se dispara, y el deseo de otro chute más como único propósito al día, y las amistades que se pierden o se aburren o se arruinan o se apartan (“no sabía vivir sin riendas”). Y el día es como un tobogán por el que deslizarse hasta la puerta de una Casa de la Memoria (“no tenían horario de cierre. Eran un mundo dentro de otro mundo, un sueño cobijado en el exterior de otro sueño, un organismo que vivía a expensas de otro. Representaban el futuro. Representaban la libertad”), que seguramente ya no podrá ser una de las top, una de las que se anuncia con la imagen del futbolista o la cantante de éxito, sino que será una de las de los polígonos, una que ofrece la misma droga, aunque un poco más cortada (“el bajón era la resaca de aquella recuenola de garrafón”), un lugar más feo, con unos vendedores no tan pulcros y para un público que se sabe adicto y ya no levanta la mirada del suelo (“rehuíamos las miaradas, bajábamos las cabezas. Los usuarios tratábamos de pasar inadvertidos”). ¿Aires de los 80 y de la plaga de la heroína en España? Sí. Y con la epidemia, la desintoxicación. Y la memorina como la metadona, y los centros de desintoxicación como las casas de cualquier proyecto hombre. Y la caja, aunque sea otra caja, que sigue llenándose del dinero del adicto que abre los ojos a tiempo o del de la familia que antes que aceptar que el anciano dilapide la herencia pone orden y encierro y terapia…
“En el pasado todo lo que nos podía acaecer ya había sucedido. El peor viaje solo podía aportarnos el regreso a lo que ya habíamos experimentado y sobrevivido”.
Que el diálogo epistolar se produzca veinte años después de que la protagonista entrase en la espiral de la adicción y saliese gracias a la ayuda familiar (sí, la hija haciendo de madre de su madre), permite a Padilla retratar nuestro hoy con todas sus aristas: el individualismo, la publicidad descarnada y la cabalgata de los influencers, la política al servicio de los lobbies, la falta de escrúpulos ante el negocio y los beneficios que se multiplican (el representante de las Casas de la Memoria se apellida Ayuso, et voilà!), la despersonalización de los barrios y las ciudades con la consecuente falta de redes de apoyo que tanto favorece al capital, la precariedad y la aparición de los minijobs como complemento a las pensiones…
“Seguíamos patrones del pasado con el único afán de aproximarnos a un tiempo que jamás regresaría. Todos, en mayor o menor medida, vivíamos para recordar. Solo que algunos nos volcábamos en esa forma de forma más intensa”.
Tintes levemente distópicos en el paisaje (“el centro de Cádiz se mostraba como una de esas atracciones de feria, formadas por espejos cóncavos y convexos. Solo que, en lugar de nuestra imagen deformada, nos devolvían una imagen postapocalíptica de persianas bajadas, de pintadas y de olor a orín») que podemos identificar con cualquier ciudad subastada al turismo y las franquicias, yonkis de la recuenola vendiendo sus recuerdos materiales para financiarse el viaje al recuerdo emocional (y sí, cualquier escena de los chavales del cine quinqui vendiendo las joyas y las porcelanas de mamá a cambio de un chute son equiparables a las hipotecas inversas que ofrecen las Casas de la Memoria), improvisados mercados de abastos con estampitas y demás (¿la iglesia también se sube al tren del gran negocio?, sí, claro, la iglesia también) en las inmediaciones de las zonas de consumo que terminan indefectiblemente convertidos en tristes desfiles de zombies (véase cualquier ciudad estadounidense en la que se concentran los adictos al fentanilo). Un pasado narrado en esta historia desde un futuro en el que, pese a la desaparición de la recuenola, nada parece haber mejorado demasiado.
Insulina es una novela-aviso a navegantes con un Padilla-Pepito Grillo señalando sin disimulo algunos de los males contemporáneos de nuestra sociedad. Y es también un pulso a nuestra propia identidad: ¿hasta qué punto somos la memoria que nos conforma?, ¿tiene sentido retar a Heráclito para bañarse por segunda vez en el mismo río? Recuerdos y deseos, el pasado idealizado como hogar confortable, las madalenas proustianas como asidero y, mal llevadas, como precipicio. ¿Sobre qué equivalente a la recuenola se escribirá de aquí a veinte años? Esa es la pregunta a la que sigo dando vueltas varios días después de terminar Insulina.
“Sobrevivir es un acto pasivo. Solo implica que somos testigos de cómo los demás se mueren a nuestro alrededor”
Coda: en la página 275 aparece dios. Y no, que no venga la Conferencia Episcopal a poner orden que los bolañistas ya sabemos adónde ir a rezar.