Cómo empezó todo, de Nikolai Bujarin (Pre-Textos) Traducción de Rubén Darío Flórez Arcila | por Juan Jiménez García

Nikolai Bujarin | Cómo empezó todo

Incluso en un mundo que se dirige hacia guerras y revoluciones que cambiarán los tiempos venideros, todo un siglo, incluso entonces, se vive. Se vive un día tras otro, se muere, se juega, se tienen sueños esperanzas y pérdidas, vuelan las cometas y se pierden, pasan los días y también las horas, los minutos y los segundos. Lo grande contiene lo pequeño, y esa aparente pequeñez, esa fragilidad de los tiempos propios, tan fácilmente zarandeable, permanece. No en los libros de texto, sino en las memorias, en los recuerdos (también en los falsos recuerdos, tan significativos como los ciertos). Pensamos en la Historia como una sucesión de acontecimientos, de accidentes que rompen una y otra vez su continuidad, y no como la suma de destinos ínfimos frente al todo. El título, Cómo empezó todo, no puede ser más significativo, aunque no sea su título original, y contiene todas esas certezas intuidas: la revolución rusa, la llegada de los bolcheviques al poder, los cambios profundos que dejaron aquella Rusia por esa otra Unión Soviética, empezaron, por qué no, con unos niños. Porque haber sido niños es una de las pocas cosas compartidas por todos y cada uno de nosotros, y en esa infancia están contenidos (y a menudo defraudados) todos nuestros anhelos. En la vida de los Petrov, en la vida del pequeño Kolia, en su infancia y juventud, van apareciendo la vida como irá apareciendo la revolución (parte inevitable de esta y allá hacia dónde iba Bujarin con su libro). Kolia no deja de ser el propio escritor y el libro, inacabado, se queda (quien sabe si justamente) en ese final de la infancia y primera juventud, en esos años en los que hay que decidir, perder esa inconsciencia. Nikolai Bujarin escribió el libro desde la prisión, antes de ser fusilado, hacia el final de los años treinta. Aquella revolución en la que creía y en la que participó activamente, moría a manos de Stalin para ser otra cosa, y él acabó acusado de contrarrevolucionario y muerto, como tantas esperanzas. 

Había nacido en 1888 en una familia de profesores, y ahora trasladaba aquellos años a otros protagonistas, se daba una distancia difícilmente disimulada. Los primeros años, transcurridos en aquella Rusia zarista que se abocaba hacia el fin, ahogada entre la insoportable mediocridad del zar Nicolás, los intentos insuficientes de contemporizar, el atraso de décadas y el sopor en toda la maquinaria del poder, incapaz de responder, si no de forma violenta, a esos vientos en contra, que acabaron convertidos en huracanes. Pero esto era la Historia y mientras tanto, como decía, se vivía, mal que bien. También la familia Petrov. Y todo iba más o menos bien hasta que el padre cae en desgracia, allá, en las provincias, y le toca volver a Moscú, sin trabajo ni expectativas. Nada sale bien. Van de un hermano a otro, esperando encontrar un nuevo empleo, y mientras tanto siguen naciendo los hijos y sobrevivir se convierte en algo cada vez más complicado, mientras Kolia vive entre la vitalidad de los pocos años, los libros, las ganas de conocer y la pobreza de la familia. Habrá momentos en los que todo esto será ligero, como el vuelo de esa cometa que construyen y que desaparece entre los tejados, tras unos instantes mágicos, y otros de una pesadez insoportable, como la muerte de un amigo o la de alguno de sus hermanos. Pero eso construye ese todo que es nuestra existencia, ese paso siempre fugaz por este mundo. Bujarin podría haber escrito un libro triste, más allá de la melancolía, pero en él hay una belleza incapaz de marchitarse, alimentada por corrientes subterráneas, en el cambio eterno de los tiempos.


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