Tokio redux, de David Peace (Hoja de lata) Traducción de Ignacio Gómez Calvo | por Óscar Brox

David Peace | Tokio redux

Fútbol, política e Historia. Esos podrían ser tres ejes para penetrar en la obra de David Peace. Al menos, en un primer momento, pues si por algo destaca este escritor británico es por fundir en un mismo cuerpo todas esas preocupaciones. El discurso de clase con el retrato de personajes mercuriales (Brian Clough en Maldito United, por ejemplo); la estadística con la violencia (nunca los datos de juego han sido descritos con más obsesión como en Red or Dead); y una escritura que sublima la frase en staccato hasta rozar el límite. Una cierta poesía. O una forma de acercarse al género, digamos popular, desde una órbita diferente. Hay dos ciclos en la obra de Peace que podrían entenderse como el alfa y el omega de su peculiar estilo: de un lado, Red Riding, casi un fresco histórico británico narrado desde las vísceras del thriller policial; del otro, esta trilogía de Tokio que representa otro lugar en la trayectoria de Peace. Una indagación sobre las posibilidades de su estilo (y no me olvido, por cierto, de su personal retrato de Ryunosuke Akutagawa); una mirada extraña hacia una cultura, la japonesa, que le ha adoptado; un comentario crítico sobre la ocupación y el declive de un Imperio; y un ejercicio a caballo entre la poesía y la metafísica, la violencia descarnada y las historias de espíritus, que Peace utiliza como caja de resonancia para sus obsesiones.

Tokio Redux arranca de forma convencional. Una desaparición, la de Sadanori Shimoyama, presidente de los ferrocarriles. Un cadáver. Un país en su eclipse, amargado por la presencia de Estados Unidos como si se tratase de un padre postizo. Un detective, acaso lo más clásico del relato, tratando de esclarecer la verdad entre tanto claroscuro. Peace tarda poco en detonar esa trama para introducir, poco a poco, sus rasgos propios. De entrada, con esa manía casi enfermiza de repetir nombres, rutinas, lugares y palabras que, a fuego lento, cocinan un ambiente deprimido, terminal, para ilustrar un tiempo de tinieblas en Tokio. No en vano, el autor escoge una de tantas historias negras, la del asesinato de Shimoyama, para urdir su reflexión en torno al poder, la clase, la ocupación y ese dolor brutal de un pueblo vencido.

Frente a las dos novelas anteriores -especialmente, Ciudad ocupada-, el estilo de Peace parece más sereno. Menos experimental. Eso no quiere decir que Tokio Redux se trate de una novela clásica (luego hablaremos de guiños y detalles al respecto); si acaso, como una evolución de una forma de narrar que ya no puede ir más allá. La reunión de espíritus de su anterior novela es, de hecho, uno de los momentos más hermosos de la carrera de Peace. También un intento de amalgamar tradiciones, incorporando la suciedad del thriller británico a esa metafísica que el escritor cree intuir en un Japón derrotado en el que los monstruos habitan en cada rincón de la ciudad. No obstante, queda claro durante la lectura de la novela que Peace piensa, en todo momento, que no hay otro protagonista que Tokio. La ciudad hundida en 1949, la que prepara los Juegos Olímpicos a mitad de los 60 y la que abraza sin complejos el desarrollismo tecnológico y el capitalismo salvaje al borde del final de siglo. Ciudad de muertos, sombras y mala memoria a la que su autor practica un exorcismo en forma de novela negra. Pero que, como decimos, nunca deja de reflexionar sobre clase, ideología y poder.

Frente a Harry Sweeney, ese personaje que Peace utiliza como vehículo del noir más clásico, nos encontramos a otros que forman parte de su propia obra (Hideki Murota) y a otros que, directamente, parodian una cierta idea de Japón desde la mirada exótica del extranjero (ese Donald Reichenbach que es, realmente, un trasunto de Donald Richie). Capítulo aparte la importancia a la hora de resolver el misterio que tiene el novelista Roman Kuroda, casi un subterfugio meta de Peace a la hora de trasladarnos hasta el laberinto de poder del que nadie, ni siquiera la misma novela, es capaz de salir indemne. De hecho, en uno de los pasajes más bellos de la historia, casi una alucinación o pesadilla, Peace volverá a convocar una reunión de espíritus para dejar clara la imposibilidad de resolver la muerte de Shimoyama como, tal vez, una novela al uso llevaría a cabo.

Lo interesante de Tokio Redux radica no solo en el cambio sustancial que ha imprimido Peace a su escritura; tampoco, dicho sea, en la ambición con la que se acerca a la Historia desde todos sus elementos de ficción; ni siquiera en cómo anuda los temas de las dos partes anteriores con este último eslabón tokiota. Lo interesante es que, una y otra vez, no dejamos de toparnos con el escritor rabioso, obsesivo y mercurial, como toda su galería de personajes, empeñado en dirigirnos hacia el ojo del huracán. Dentro del abismo. Sin lugar al que agarrarse. Con la compañía, únicamente, de sus fantasmas. De su poesía. De su forma de leer a un país de acogida. De su manera de mezclarse con esa segunda cultura. De llevarla, de nuevo, al límite, poniendo en tensión cada resorte de la novela, cada personaje y situación, con esa llamativa habilidad para seguir contando un relato noir. Un crimen enroscado a una reflexión sobre el poder, la ocupación y, como casi siempre en Peace, la derrota.


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