Curar la piel. Ensayo en torno al tatuaje, de Nadal Suau (Anagrama) | por Gema Monlleó

Nadal Suau | Curar la piel

“Lo más profundo en el hombre es la piel”
Paul Valéry 

“Tatuarse es una fiesta”, así comienza Curar la piel, el Ensayo en torno al tatuaje escrito por Nadal Suau (Palma, 1980) que ha ganado (con gran alegría por mi parte) el último Premio Anagrama de Ensayo. Y sí, es cierto, para los que nos tatuamos: tatuarse es una fiesta (“una mezcla de voto solemne y treta infantil”), una fiesta íntima y expansiva, de una consigo misma y con los congregantes de la cofradía de los tatuados, una fiesta en la que la voluntad de afirmación (sentimental, intelectual, ideológica o/y estética) baila con la utopía de la permanencia (“lo hacemos -tatuarnos- porque el tiempo pasa y eso es un escándalo que demanda un correlato simbólico”). Aviso desde ya, rendida al texto como texto literario, rendida al texto como contenido intelectual, y rendida al autor, que esta reseña la escribo desde una empatía doble, la primera por Nadal Suau, al que admiro y quiero, y la segunda por mi condición de tatuada reincidente sin voluntad de enmienda.  

Leo y reseño. Comienza el baile de los tatuados.  

Jugando a las etiquetas, me pregunto: ¿existe el concepto de ensayo autoficcionado? A la manera de Kate Zambreno (Mi libro madre, mi libro monstruo, La Uña rota, 2021), Samantha Harvey (Un malestar indefinido, Anagrama, 2022), o los libros “experimentacionales” de Paul B. Preciado, por citar unos cuantos, este libro-crónica (se) expone desde la piel tatuada del autor, piel-Cabo-Cañaveral desde la que despegan teorías, argumentos y experiencias en “una fiesta lenta” (bendito elogio, político y afectivo, de la lentitud: “ritmos lentos operando bajo los radares de un imperio veloz”) que en ningún momento constriñe sino que, racionalidad y placer mediante, deviene liberadora (iba a escribir liberadoramente transespacial pero me he reprimido). Piel de escritor que asemeja la tinta literaria a la tinta en la piel (“la escritura es un ritual del cuerpo, un sacrificio parecido al de acoger y administrar simultáneamente el baile eléctrico de las agujas”). Piel que habla a todas las pieles, no sólo a las de quienes “convergemos a ambos lados de la aguja”. 

“Oigo un zumbido
Y yo lo que quiero es bailar
Tú sólo baila conmigo” 

Canta Soleà Morente en Curar la piel (también Warren Zebon o Willy Tea Taylor, he hecho una lista de Spotify con las guest stars del libro) y el zumbido hipnótico, el rrrrrrrrrrr suave del pellizquito tintador (“creo que todos los tatuados estaremos de acuerdo en una cosa: es el sonido más acogedor del mundo”), recorre el texto mientras Nadal Suau intenta responder a la pregunta primera que a todos los tatuados nos hacen: ¿por qué tatuarse? Y claro, tantas respuestas como personas, tantas respuestas como momentos, tantas respuestas como imposibilidad (y bravo que así sea) de uniformidad. Me sumo a la afirmación del autor de que tatuarse es quererse, de ahí la denominación como “curador” (“el amor concretado en acto”) del tatuado con varias piezas (las “Personas Muy Tatuadas”, esas que tienen la “necesidad paradójica de completarse indefinidamente”), el que pasa de la transgresión del primer tatuaje a concebir cuerpo-piel-mente (sí, la mente también se va tintando) como un tejido estético y discursivo, performado por el arte (Arte, enfatizo). Un arte que, traspasado por el zumbido, suspende el tiempo (“como curador, dispusiste una eternidad a escala humana”). Un arte que, litúrgico, profundiza en el sentido existencial de la vida (“¿los tenemos, los llevamos, nos los hacemos, nos los hacen?”). Un arte anti dogmático que “nos enseña a reconciliar nuestro deseo con el deseo que fertiliza el tiempo de la especie, a atraer y amaronar, a persistir en el deslumbramiento”. Un arte de naturaleza lisérgica (me sumo a la afirmación de que “tatuarse coloca un poco y que salimos eufóricos de cada sesión”). Un arte que, en sincronía tinta-somática, danza a cada movimiento corporal. 

“Voglio vederti danzare
Come le zingare del deserto
Con candelabri in testa
O come le balinesi nei giorni di festa” 

Curar la piel, además de un diálogo entre el autor y sus tatuajes, es también un diálogo con el mundo contemporáneo desde una mirada crítica y, en ocasiones anarquista (adjetivando como en el anterior libro del autor: El matrimonio anarquista, escrito con Begoña Méndez, H&O, 2021), Regresar al rito y escoger su velocidad (“que transcurre a escala humana y conoce la espera”) es un portazo a la prisa de este nuestro presente (“el tiempo es laxo -…- lo paso bien, incluso medito”), es abominar del “capitalismo afectivo” (por un momento el corrector me indica efectivo, ahondando todavía más en el sustantivo) que ha convertido la experiencia (sin más) en experiencia productiva (y sí, “tatuarse es una experiencia y un modo de expresión”), regresar al rito primigenio del tatuaje, aquel que “ayudaba a conformar la conciencia del individuo con los límites biológicos y sociales que la condicionaban”, regresar al rito como “lugar lateral desde donde merodear la cultura que nos moldea” tatuándonos (metamorfoseándonos), regresar al rito previo a la economía corporal extractiva (la explotación industrial en cadena que sostiene Silvia Federici en su Calibán y la bruja) y re-medievalizar el cuerpo como ”receptáculo de poderes mágicos”. Regresar al rito quitándole la vara de mando a dios (donde dios puede ser el neoliberalismo salvaje, el narcisismo extremo, el fanatismo religioso o cualquier otro -ismo endiosado) para cincelarse uno mismo la historia de su cuerpo (“si te tatúas la estarás dotando de un eco simbólico, narrativo o estilístico”). Cada tatuaje es un “señuelo simbólico” que construye “la fantasía de un Yo autosuficiente”, autosuficiencia en un mundo de hiperdependencias: ¿puede haber algo más disruptivo?  

“Will the circle be unbroken
By and by, lord, by and by
There’s a better home a-waiting
In the sky, lord, in the sky” 

Los tatuajes también son (pueden ser) un diálogo con la muerte sin que por ello pierdan su naturaleza festiva. La perdurabilidad del tatuaje (de acuerdísimo con el autor y su crítica al borrado vs celebración del error -si lo hay-) es eterna en tanto que la perdurabilidad de nuestro cuerpo, y la afirmación vitalista en la ocupación tintada del cuerpo no contradice la finitud (mandato bíblico mediante) del mismo. La muerte está encarnada en Curar la piel por la enfermedad del padre del autor (“ahora soy un objeto más denso sobre la tierra, más breve y mortal. Cuando el padre se apaga, la visión y el tacto de su piel envejecen al hijo, lo invisten de una soledad sin retorno”) y muchos de los párrafos del libro son una suerte de Carta al padre tanto desde el amor como desde una nada culpable (y a ratos divertida) discrepancia (“será verdad que nos tatuamos contra los padres, que escribimos contra ellos?”). Afirmar el amor desde el desencuentro, consentir(nos) las contradicciones, jugar al diálogo platónico para afianzar el patrimonio simbólico que el tatuaje traza y subvertir la “moda inked” del mercado global para inserirla en una suerte de comunidad incardinada de las pieles curadas. 

La evolución histórica del tatuaje, sus representaciones primeras, la apropiación sociocultural sufrida en ocasiones (la “fase colonial” del tatuaje), y la paradoja posmoderna (donde “la exclusividad” del tatuaje no está en sí mismo sino en el precio que el curador puede pagar por él) danzan entre vítores y abucheos al turbocapitalismo, la romantización, el desarraigo, la politización estética, el posthumanismo y la “esperanza adánica”. Todo un comple(j/t)o marco teórico en el que Nadal Suau sigue bailando la danza de “la silenciosa y reptante infestación de tinta en la piel de Occidente” entre la asunción de algunos postulados (Aby Warburg, Fakir Musafar…) y la negación más apasionada de otros (Cesare Lombroso, Adolf Loos y su célebre afirmación -y sí, Nadal, tatuable- “si un tatuado muere en libertad, es porque ha muerto antes de cometer un asesinato”), entre los que siempre se manifiesta ese “control por el control de las reglas del juego moral” y sublimación del cuerpo “puro” (“el viejo mandato eclesial: ¡No mancilléis la obra de Dios!”) para los que el tatuado es el peligroso individuo fuera de norma. Las cadenas de prejuicios elaboran (¿elaboraron?) argumentos que, aunque superados (el cliché carcelario, limítrofe o freak), señalan a “los que renuncian a bailar e impregnarse”.  

“Gran foc del cel davallarà:
mars, fonts i rius, tot cremarà,
los peixos donaran grans crits
perdent sos naturals delits” 

Reivindicación del cuerpo, exaltación del goce, elogio de los ritmos lentos, reto utópico a la muerte, afirmación de y en la vida, lealtad a la celebración existencial, antigravedad en el pozo del olvido, apuesta por la felicidad. Tatuarse para “disfrutar y reventar de belleza”, tatuarse para “mecernos en un ritmo que se ajuste a la medida de nuestra brevedad”, tatuarse para “reconocernos en quienes fuimos y seremos”, tatuarse para “pasar el tiempo y que el tiempo fructifique mientras tanto”, tatuarse para “fingir que no todo huye”. De piel tintada a piel tintada, de un señuelo simbólico a otro, querido Nadal Suau, que “las firmas en el sendero” nos guíen, que la fascinación sea palanca de movimiento, que la resistencia no flaquee (“tatuarse no admite ni la previsión más modesta de beneficio -¿y si los tatuados fuéramos los nuevos dandis?-)”, que el ritual y el baile no se detengan. 

Coda: Todas las letras de canciones citadas (Baila conmigo, Soleá Morente; Voglio vederti danzare, Franco Battiato; Will the Circle Be Unbroken?, banda sonora de Alabama Monroe, Felix van Groeningen, 2012; Cant de la Sibil·la) corresponden a textos mencionados o aludidos en el libro. 


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