Amor por un puñado de pelos, de Mohamed Mrabet (Cabaret Voltaire) Traducción de Ángela Pérez y José Manuel Álvarez Flórez | por Juan Jiménez García

Mohamed Mrabet | Amor por un puñado de pelos

La vida literaria de Mohamed Mrabet no deja de llevarnos hasta la de Mohamed Chukri, con mucha mayor fortuna literaria. Ambos fueron analfabetos (Mrabet no dejó de serlo, para, en sus palabras, preservarse de otras lecturas, mantener una cierta inocencia), ambos se criaron literariamente en aquel Tánger de Paul Bowles. Chukri siguió su camino tras El pan a secas, Mrabet no. Su obra está ligada al escritor norteamericano, al que le pasaba cintas con sus narraciones en árabe dialectal, para que luego este las convirtiera en novelas. Amor por un puñado de pelos fue la primera y también la más conocida, y esa es precisamente la que ahora nos trae Cabaret Voltaire. En otra cosa coincidieron Chukri y Mrabet: su desastrosa opinión sobre Bowles. La de este último, si cabe, aún más furibunda.

Amor por un puñado de pelos es la historia de Mohamed y Mina. Mohamed es un joven de diecisiete años que ya vive su vida, una vida marcada por Mr. Davis, un extranjero (nazareno, los llaman) que regenta un hotel. Su relación con él (también sexual, intuimos), la bebida, los otros extranjeros-nazarenos, son sus días. Su madre ha muerto y su padre se ha casado con otra mujer y fuera de alguna que otra visita, no hay mucho más. En una de esas visitas conoce a Mina, la hija de los vecinos. Y se enamora. La vida en Tánger es un conglomerado de libertad para ciertas cosas y rigideces para otras tantas. Van al cine, pero ella no quiere saber nada de él. Entonces queda la magia. Literalmente. Recurrir a los conjuros.  Como Mohamed dirá, el amor es fácil, es una cuestión de un puñado de pelos.

El hechizo funciona, pero su vida en común no irá tan bien. Será un infierno a cuatro manos, en el que nunca llegan a comprometerse. Él porque sigue atado de algún modo a Mr. Davis, ella porque sigue atada a su madre. Frente a eso no hay brujerías posibles, aunque la magia siga presente, esta vez para olvidarse entre sí. La ciudad, entre lo viejo y lo nuevo, como una misma cosa, se convierte en un conjuro más. Tal vez el único conjuro. Un revoltijo de contradicciones, un amasijo de personas que nunca acaban de encontrarse y, si lo hacen, es bajo el signo del placer o el dinero.

Mohamed Mrabet es un contador de historias. Sin que podamos calibrar exactamente el papel de Paul Bowles (aunque se pueda intuir), su prosa tiene la agilidad, la simple belleza, de aquel que narra. No es un cuento de hadas, sino un cuento de brujas. No es un cuento feliz sino un cuento triste. No hay héroes sino perdedores, y no hay amor sino una búsqueda errática, a ratos desesperada, a ratos esperanzadora, de él. Aun recurriendo a lo mágico. Retrato de una sociedad que se movía entre el occidente idealizado de los extranjeros y los ritos ancestrales. Entre la vida desenfrenada, sin reglas, sin días ni noches, y las estrecheces familiares. Un espacio en el que las capas se van superponiendo o entrelazándose, como las personas, en el que nada es blanco o negro y todo se mueve en esos grises de una Tánger abierta al mundo pero encerrada en sus casas. Un desgarrador relato de, como decía Godard con palabras de Louis Aragon, cuerpos que nunca llegan a amalgamarse.

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