Al otro lado, de Maurice Sendak (Kalandraka) Traducción de Ellen Duthie | por Alicia Guerrero Yeste

Maurice Sendak | Al otro lado

De adultos seguimos teniendo pesadillas. Y son extrañas y angustiosas, nos paralizan el cuerpo y la respiración, o salimos de ellas entumecidos, a veces también escapamos de ellas gritando. Pero ya no son exactamente como las de entonces, las que tuvimos cuando teníamos dos, seis años… Porque, incluso para quien soñar es muy importante, no se nos agarran adentro como lo hacían aquellas. ¿Es porque, imbéciles, hemos perdido el miedo, el miedo de verdad?  ¿Aquel que nos dejaron las que tuvimos entonces, y que recordamos más fuertemente que la de, quizá, anoche?  Aunque el miedo de verdad no necesitaba que estuviésemos dormidos para venir.

Escucharemos ese lugar común, el elogio al libro que “nos transportará de vuelta a las sensaciones de la infancia”.  Tardaremos en aprender que acostumbra a ser completamente engañoso,  que no suele ser más que una mera forma fácil de creer y hacer creer que una idealización solamente feliz es el camino que nos retorna por un rato a aquel entonces. Quizá lo querremos, quizá nos venga bien. Pero habrá muy pocos túneles a través de los que poder volver a estar allí realmente.

Hay que pasar sólo dos páginas de Al otro lado para reconocer el trastorno de haber vuelto. La imagen de la madre bajo la pérgola, absorta, más lejana aún para su hija mayor que el padre que se ha hecho a la mar.  Inmediatamente después, cuando vemos el rostro aterrorizado de esa bebé que la niña llevaba antes en brazos, robada por dos duendes encapuchados que se la llevan por la ventana y que han dejado en su lugar, en la cuna, un feo muñeco de hielo con unos ojos espantosos; y frente a la ventana, de espaldas a lo que está pasando, a la hermana mayor,  que se ocupaba de cuidarla, pero siempre evitando mirarla, entendemos que estamos dentro de un sueño. Que Al otro lado es la narración de una pesadilla. Que estamos dentro de la pesadilla terrible de un niño, de una niña.

Estamos asustados y estamos fascinados.  Sendak nos lleva al fondo profundo de las pesadillas más fuertes.

El texto nos cuenta qué sucede, y nos refiere a símbolos oscuros de tránsitos por el inframundo, el otro lado. Aida vuela bajo un cielo nocturno, donde resplandece la luna llena acompañada de enormes mantos de nubes; sabe hacer sonar su trompeta con el efecto enloquecedor del canto de las sirenas;  engaña a los seres de poder sobrenatural… Regresa a su mundo, a la luz diurna, valiente, redimida, con su hermanita rescatada en brazos.

En las imágenes, Sendak representa el surrealismo poético de ese tránsito a través de composiciones complejas, de más de un plano, en las que sitúa diferentes elementos naturales, estructuras arquitectónicas, figuras, objetos, cavidades enterradas… en torno a la escena principal y sus elementos simbólicos prioritarios, con los que intensifica la sensación de angustia, de enorme odisea, del misterio que hay en ese otro lado, lo que hay oculto (y su simbología terrorífica o esperanzadora). Logra así impregnar la mente y el ánimo del lector de una confusión claramente asemejable a la de la experiencia visual onírica; pero pareciese también estar afirmando que toda imagen onírica alberga la presencia de una multitud de elementos y ámbitos que, sin embargo, en nuestro propio sueño, no llegamos a ver. La confirmación de una extensión inabarcable del inconsciente.

La iconografía del libro refleja la marcada influencia que la pintura del romántico alemán Philip Otto Runge  (1777-1810) ejerció sobre Maurice Sendak.  En el Retrato de Otto Sigismund, los niños de Das Nachtigallengebüsch y el pequeño tumbado en Mañana reconocemos los rostros y cuerpecitos de la pequeña raptada y de los duendes que se convierten en bebés. La valla y los girasoles de Los niños Hulsenbeck, y la habitación y la ventana, con el molino en lontananza, del Retrato de la pequeña Louise Perthes.

Dicho todo esto, conviene ir al principio de todo. Al miedo de verdad. A la conmoción tremenda que sobre un niño de poco más de tres años y medio causó la noticia del secuestro de un pequeño de veinte meses. A la intensidad de la asociación mental que aquel niño, enfermizo y que vivía en un piso pobre y desarreglado, estableció entre su propia supervivencia y la de aquel niño rico, rubio y de ojos azules y entorno doméstico idílico, que alguien se llevó por la ventana sin dejar rastro. « Lo recuerdo todo…Lo secuestraron el 2 de marzo de 1932… Yo aún no sabía leer pero la radio estaba todo el día puesta… ¿Quién iba a trepar por las paredes, entrar en la habitación y llevarse al bebé sin que nadie se diera cuenta? ¿Cómo de indefensos son los niños, aun cuando son ricos? Yo era incapaz de soportar la idea de que aquel niño estuviera muerto. Mi vida dependía del rescate de aquel niño, porque si él moría, para mí no quedaba la menor oportunidad, porque yo no era más que un niño pobre. Y cuando se encontró el cadáver de aquel pequeño, algo esencial murió en mí…algo, no sé cómo llamarlo», decía Sendak en 2004 sobre el grandísimo efecto que tuvo en él el caso de la desaparición de Charlie Lindbergh.

Ese el principio de este libro, donde se retuercen tantos de aquellos miedos tan negros. Los celos a un hermano, la imposición de ser responsable de un hermanito cuando aún uno mismo es también un niño y esa obligación le priva de poder serlo enteramente, a los seres sobrenaturales que venían a hacernos daño. Y la lejanía emocional de la madre. Sendak hablaba de la suya como una mujer difícil, con problemas mentales. La madre, como esta, hierática, exigiendo con su presencia obediencia y el máximo amor que uno posea, esa terrible madre lejana a la que siempre será imposible agradar, de la que nunca se sentirán concedidos ni cariño ni protección.

Eran un lugar humilde donde poder ocultarse, donde nadie pudiera encontrarlo, para poder expresarse a sí mismo por completo. Ese era el motivo por el que Maurice Sendak decía haber escogido dedicarse a los libros infantiles, aunque rechazase a la vez los estereotipos asociados a esa etiqueta, porque sus libros hablan de las sombras. Y, como este, son para aquellos que no temen enfrentarlas o no temen volver, y ver que aquellas sombras siguen allí.


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