Una niña de siete años. Tras la ventana, una hoguera arde, crepita, extiende su lengua cálida en la noche. La niña no recuerda algo importante. Hay una veladura en el recuerdo, una negación de su existencia. Pero están allí: la niña, la hoguera, la mirada inquisitiva de hombres y mujeres, la hermana que llora como nunca había llorado antes. ¿Dónde está su madre? Dónde está, en esa noche, se pregunta la niña. Qué harán con ellas. Cuándo volverán las cosas a su cauce.
La niña se llama Mary. Vive en un pueblo pequeño, un pueblo pantanoso, hostil, húmedo. Un reino de petroleo. Es la pequeña de las dos hermanas, la niña de su papá, que la llama Pokey. Ese apodo misterioso, único, que dan los padres a los hijos. El nombre que se recuerda luego con ternura. La misma ternura para hablar de ese padre, ese hombre obrero, trabajador, que huele a gasolina. Que habla con su boca del sur, su boca de beber y de reír, y los otros callan. Escuchan, atienden a cada pequeña palabra, a cada mentira que en sus labios se transforma en una verdad absoluta. Las verdades de su padre. Del club de los mentirosos, el club donde sólo los hombres y ella se reúnen. El bar, la pesca y las palabras.
Pero también está la madre. Como una joya, como un objeto precioso que se reverencia. La madre que pinta y conoció una vez la gran ciudad, la bohemia, una vida distinta. Esa madre a veces cubierta por la sombra. El brillo fugaz del trauma: un dolor que Mary desconoce. ¿Qué te duele, mamá? ¿Qué te hiere, qué te punza la carne hasta el tuétano, hasta el recuerdo más profundo? Mamá, estoy aquí, háblame.
Y mientras sucede la vida. La voz hila las palabras, rememora esa infancia entre pantanos. Una niñez que palpita, viva como un animalillo, de bordes finos y afilados. Mary nos enseña sus heridas. Las cicatrices en las rodillas pequeñas, las quemaduras: el golpe expuesto ante nosotros. Sin un atisbo de pudor en la mirada. Con la verdad brillante y pura, una verdad sin artificios que ríe a veces, juguetona, y que nos seduce aunque nos hable del golpe, del cáncer, del alcohol que suelta el grito y la violencia. Mary conoce su voz, exhibe su voz, y nosotros escuchamos con una atención inalterable, total; devoramos cada línea, cada matiz, cada pequeño gesto de la niña. Háblanos, Mary, le pedimos, y Mary desmigaja la vida, su propia vida abierta a la intemperie, expuesta para que miremos, para que con nuestros dedos acariciemos sus contornos. Como su padre, el contador de historias, Mary nos hipnotiza. Nos deja penetrar en sus dominios. Abre la puerta de la casa y nosotros entramos, callados, atentos a este cuento prodigioso.
‘El club de los mentirosos’ es una verdad hermosa y brutal, una verdad que nos sacude y dice: mira, así fueron las cosas. Así, sin aspavientos, sin adorno y, sin embargo, hasta qué punto la belleza. Mary existe y nos escribe, abre en canal sus siete años, su infancia, su vida en un pueblo petrolero de Texas o en las montañas de Colorado. Pone en nuestras manos a sus padres. Al hombre rudo y bueno que sabía contar historias. A la madre, a la que también nosotros amaremos, a la que temeremos como ella, por la que lloraremos incluso, a quien querremos proteger de sus fantasmas. La madre, veloz como la gacela, igual de salvaje, volátil como lo son las criaturas heridas. De ideas oscuras y vibrantes. Un misterio, la madre, esta mujer cuyo pasado permanece oculto y sólo a veces, en un fulgor, se nos revela. Lo que la madre tuvo que vivir. Lo que después significó para sus hijas, esa vida de incertidumbre, de no saber cuándo volará para dejarlas. Cuándo, como la hoguera, arderá para siempre ante sus ojos.
Mary Karr no ha escrito una novela, pero sus memorias tienen la forma de las ficciones. Las leemos como una novela hermosísima, honesta, atravesada por un humor macabro y extrañamente luminoso. Yo sólo puedo decir: lean, lean a Mary Karr, dejen que les seduzca como a mí me ha seducido.
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