Larga distancia, de Martín Caparrós (Malpaso) | por Juan Jiménez García

Martín Caparrós | Larga distancia

El viaje se ha convertido en una imposibilidad más. Para mí. Como si todos aquellos lugares en los que quiero estar solo existieran en mi cabeza, pero ya no físicamente. Como si fuera imposible estar ya en otro sitio. Y sí, la palabra es estar. No pasar fugazmente, sino al menos vivir la ilusión de que uno es uno más, que forma parte de esa ciudad. Como si eso fuera posible. Cuarenta años después, no conozco esta ciudad. ¿Cómo pretender conocer todo lo demás? Sin embargo, el viaje es una necesidad. La necesidad de un desplazamiento, también físico. Ir hasta allá. Durante mucho tiempo pensé (y tal vez aún pienso) que lo más importante del viaje es el viaje en sí mismo. No de dónde salimos, no a dónde vamos. También pensaba (mucho antes de estos tiempos en los que es imposible perderse) en la ausencia de mapas. En una necesaria desorientación. Digo todo esto y Larga distancia, el libro de Martín Caparrós, está ahí, junto a mí. No fue escrito ahora, sino hace veinticinco años. Y esos veinticinco años también fueron vertiginosos para aquello del viajar. Y qué decir para la escritura sobre viajes. ¿Seremos capaces todavía de detenernos lo suficiente? ¿De estar lo suficientemente lejos?

Martín Caparrós escribe sobre Hong Kong. Todo aquello que esperaba ya pasó. Todo aquello que esperaban aquellos con los que se encontró, ya pasó. China lo es todo. Lo que era la idea de otra cosa, ya se ha materializado. Sueños, pesadillas. Es maravilloso encontrarse con unos viajes como los del escritor argentino (llenos de dudas) tantos años después. Maravilloso o terrible. Qué fue de nuestros sueños de antaño. Poca cosa. También queda la certeza de que el tiempo lo convierte todo en polvo, en un polvillo molesto, persistente, pero poco importante. Estamos tan enfrascados en el presente, pensamos que es algo tan único, tan decisivo, que no nos damos cuenta que toda la historia de la humanidad se resume en sobrevivir a nosotros mismos.

Hay muchos supervivientes en Larga distancia. En cualquier continente, en cualquier país. Cultivadores de cocaína que solo pueden pensar que deben comer y todo lo demás está muy lejos. Haitianos viviendo este escombros y, sin embargo, esperanzados (y nosotros sabemos ahora que aquellos dioses que veneraban, uno o muchos, aún les guardaban lo mejor, en forma de devastación… devastación sobre devastación). Malcolm Lowry, superviviente de sí mismo. Lo más terrible. Moscú, año cero. Otro año cero en esa sucesión interminable de años cero que les dejó el siglo XX. El Ché Guevara, que sobrevivió porque murió. Ascendido a los altares de la posteridad (esa palabra que, como la modernidad, ya no quiere decir nada, o poca cosa).

Otra cosa que sobrevive: la escritura. La palabra. Un gusto por contar. No podemos volver a aquellos sitios, pero a través del libro están tan presentes como entonces. Incluso más. Las palabras crean esos otros lugares que solo el escritor-viajero ha visto. El viaje no es una colección de postales siempre iguales. De fotografías siempre iguales a esas postales siempre iguales. El viaje es una reunión de hombre, hombres, lugares, momento, H/historia. Martín Caparrós los junta. No sé si su mirada quiere entender. Pienso (y vuelvo ahí) que solo quiere estar. No ser un testigo, sino un presente.

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