Estaciones, de Mario Rigoni Stern (Pre-Textos) Traducción de César Palma | por Juan Jiménez García

Mario Rigoni Stern | Estaciones

No es por azar que la primera estación del libro de Rigoni Stern sea el invierno y la última el otoño, como no lo es que al principio esté la vivencia de la guerra y, al final, la memoria de la guerra, su recuerdo. Entre la muerte y la muerte está la vida, pero muerte y vida no se entienden la una sin la presencia de la otra. Estaciones fue su último libro, poco antes de morir, ya con ochenta y seis años. Era como si hubiera estado esperando todo este tiempo para ligar, por última vez todo aquello que le importaba, todo aquello que había constituido su existencia y, por tanto, también su escritura. Primero la guerra, luego la naturaleza y nuestra relación con ella. Entre líneas, aparece la infancia y sus libros, poco, porque sus libros eran precisamente aquello otro. No es un libro de memorias, sino de recuerdos. De fragmentos de vida que se entrelazan sutilmente entre ellos, como se entrelazan las estaciones, allá, en sus montañas, en el norte de Italia, en el Veneto, en aquellos lugares de los que dice que solo hay nieve y silencio. La nieve en la región del Don, a dónde estuvo a punto de morir con la ofensiva soviética de un ejército que esperó ese primer invierno. Fue de los pocos italianos que sobrevivieron, y eso no lo olvidará. Vuelve a recordar esos días y así comienza todo. El invierno será ya para siempre eso, pero también la nieve de sus montañas, en sus bosques, cuando piensa que se puede pensar más claro. En Estaciones, la naturaleza, el paisaje es de una intensidad que solo habíamos visto en Julien Gracq, otro que vivió su guerra.

Acabado el invierno (pero ¿cuándo acaba el invierno?, se pregunta), llega la primavera y los recuerdos de la infancia, que ocuparán también el verano. ¿Qué recordamos de nuestra infancia, sino esos días de verano? El regreso de las golondrinas, tras la carta que les enviaba con su abuelo, diciéndoles que ya podían volver. Un tiempo para los pájaros. El despertar de la vida (utilizaré a menudo esta palabra, lo sé), de los sentidos, el mundo que se abre, que se reencuentra, que surge del frío, de las largas noches, ahora menos largas. Mario Rigoni Stern acuna las palabras para entregarnos todos los misterios, sin revelarlos. La traducción de César Palma nos reconcilia también con la belleza de nuestro propio idioma, con el nombre de todas las cosas, porque todas las cosas tiene un nombre, conocido o no. Nombrándolas, el escritor italiano hace que surjan ante nosotros, que broten, que vuelvan. La primavera se convierte también en nuestro encuentro con algo que está en nuestro interior, un mundo antiguo que abandonamos hace mucho tiempo, pero que podemos reconocer en sus líneas. El viaje de ese niño en verano, para llevar una carta andando cuarenta kilómetros, es también el nuestro, aquel que una vez hicimos (el mío, de la mano de mi madre, bajando desde la aldea hacia el valle, donde vivía mi abuelo, por caminos de tierra). Los animales, los hombres, el queso y la leche (y de nuevo, mi tío, que era pastor, y aquel queso fresco como nunca volví a comer… y ahí también se perdió mi infancia, que el año pasado se marcho, de nuevo, de la mano de tantas personas que quise).

Después de todo, llega la melancolía del otoño. Para el escritor, las estaciones de la naturaleza te hacen entender las estaciones de la vida. La caza se convierte no en una absurda competición para alimentar tristes egos personales, sino en una manera de participar del ciclo de la vida y de la muerte. El cazador que observa durante horas que animal debe ser cazado, es como los árboles que deben ser cortados para que puede surgir otras plantas y otros árboles. Y con el otoño, llega otra vez la guerra. Y con ella, Arrigo, un pariente lejano que había sido médico durante la Primera Guerra Mundial y que quiere volver al lugar donde se quedaron sus peores sueños. Y así, van hasta la montaña, hasta el sitio donde murieron la mayor parte de sus camaradas, rodeados por los húngaros. El círculo se cierra y los recuerdos de uno se encuentran con los del otro, lo que los convierte, por encima de todo, en hermanos. Hermanos entre las víctimas, los supervivientes, los habitantes del bosque, los hombres, los animales, los árboles, la nieve, el queso y la leche, el vino. El agradecimiento por todo lo vivido, lo bueno por lo malo.


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