El amor comienza, de Marie Luise Kaschnitz (Hoja de lata) Traducción de Santiago Martín Arnedo| por Óscar Brox
Orte. Así se llama una de las obras más hermosas de Marie Luise Kaschnitz, un mapa de la memoria en el que la prosa reducida a pequeños párrafos, relámpagos sobre páginas casi vacías, se injerta poco a poco sobre un relato que peina unas cuantas décadas del siglo pasado. Y en el que Kaschnitz, con lengua de hielo, lleva a cabo uno de los retratos más demoledores de la vida en Austria. Quizá no haya otra palabra mejor que orte, lugares, para describir la literatura de esta autora. Su forma de colocarnos frente a un paisaje a ratos bucólico y a ratos insoportable, en el que plasma con naturalidad, casi transparencia, la complicada maraña mental en la que viven atrapados sus personajes. La tormenta de palabras que se agolpan hasta dejarlos sin alientos, paralizados, como en un sueño del que es difícil despertar, tan alterados que no resulta fácil dirimir la frontera entre lo real y lo soñado. Entre el lugar que corresponde a cada uno de ellos.
El amor comienza arranca en plena confusión, en una época parecida a la de posguerra que mira de reojo a los últimos estragos provocados entre las potencias europeas mientras, con recelo, se pregunta si será la última vez que suceda. Época de carencias y penurias, de ciudades marcadas por el desastre en las que la vida se vive de puertas adentro, en ese hogar que, para la protagonista, funciona como una suerte de realidad aumente de los sentimientos que la mantienen unida a Andreas. Sentimientos, palabras de amor, pensamientos pueriles que para Kaschnitz concentran todo lo que, en un primer momento, se puede decir de su heroína. Devoción. Entrega. Terror ante una posible ausencia de su amado, que en ese tiempo de partidas inesperadas implicaba, inevitablemente, un final abrupto. De ahí la habilidad con la que, en esas primeras puntadas, la autora hilvana la dependencia psicológica casi infantil que desarrolla su protagonista con su amante; tan poderosa que perfora, poco a poco, la realidad hasta construir con ella una mirada paralela a lo que sucede.
Así, el viaje de trabajo de Andreas a un país vecino se transforma en una pesadilla mental para su protagonista, que se hunde progresivamente en esa otra realidad para la que no está preparada. En la que no halla asidero alguno, hasta hacer de Andreas un desconocido al que prácticamente odiar. Tal vez, dirá Kaschnitz, porque desvela la trama de una realidad precaria, de una vida cogida con alfileres, que al contacto con un paisaje extranjero estalla en mil pedazos revelando todas esas fragilidades que la protección del hogar familiar ayudaba a tapar. De modo que el descenso a una cultura desconocida se convierte en una pesadilla, narrada con marcada naturalidad (o sea, de manera aún más desasosegante) que engulle a cada poco a su personaje. Extraviada por un idioma y unas costumbres que no llegan a calar en su alma, por el comportamiento de su pareja, cada vez más despegado de todos aquellos atributos que lo describían allá en su patria chica, y por el sentimiento de cambio, de transición, que experimenta fuera de su círculo de seguridad.
Sería absurdo no reconocer la precisión con la que Kaschnitz pone a la mujer, a sus tribulaciones y pensamientos, como víctima de una época incapaz de entenderla, de molestarse por prestar atención a sus cuitas y preocupaciones interiores. Sin lugar en el seno de una Europa devastada. Obligada a trasladar todas sus heridas y miedos, sus problemas y deseos, a ese territorio mental al que la autora da forma como una realidad alterada. Una pesadilla de la que su protagonista, que tal vez se llame Silvia, no sabe si ha despertado del todo cuando arremete contra Andreas y cree haberlo matado. Cuando despierta de un sueño, quizá de una pesadilla, creyendo que el regreso al hogar servirá para volver a poner las cosas en su sitio. Para disimular ese temblor con el que, a tientas, se acercaba a cada cosa de Andreas. A cada uno de sus pensamientos íntimos. A cada lugar de una cultura extranjera de la que se sentía constantemente expulsada. Malentendida. Repudiada. Exiliada.
Quizá haya algo de alegórico en esta pequeña obra de Kaschnitz, en la que los elementos fantásticos que bañan algunos de sus capítulos remiten, inevitablemente, a una época feroz de pérdidas y sacrificios. En la que ni siquiera los pequeños límites del hogar familiar eran sagrados. De ahí que uno lea El amor comienza como un siniestro ejercicio de madurez, de despertar en un tiempo de dificultades, en el que su autora nos pone frente a frente con su sensibilidad mientras trata de buscar un lugar en el que esta pueda echar raíces. En el que encontrar las palabras para describir ese sueño que es en verdad una pesadilla, el trayecto que atraviesa su protagonista mientras experimenta el amor. O la intimidad. O de ese dolor cuando no sabemos cómo entregar nuestra alma, amor o intimidad, porque en verdad no sabemos dónde se encuentran. El amor comienza es, así, la crónica del lugar en el que se esconden.