Abducciones, de Pablo Remón (La uña rota) | por Óscar Brox
A propósito de Barbados, etcétera, la obra de Pablo Remón que se estrenó el pasado año en el marco del festival Tercera Setmana, escribía sobre la manera en la que el dramaturgo enganchaba, a través de sus personajes, anécdotas, historias, situaciones, a veces simples bocetos de una historia, para trasladar sus interioridades. Quizá porque nos ayudan a crear nuevas memorias y, también, a darle un poco de aire a las viejas. Como quien abre las ventanas de la casa para ventilar un interior que ha permanecido cerrado durante demasiado tiempo, en una maniobra que, inevitablemente, también puede sacar a la luz no pocos fantasmas del pasado. De las cinco obras que componen Abducciones -además de ese pequeño epílogo en el que Remón comparte una serie de obras breves con las que comenzó a dar forma a su escritura teatral-, tan solo he visto dos (la otra fue 40 años de paz). Así que tomen las siguientes palabras como una especie de tentativa, de retrato incompleto de un dramaturgo al que la edición en texto de su obra ayudará a poner (todavía más) en valor. No en vano, se puede decir que son los diálogos los que hilan situaciones y personajes, las palabras con las que los personajes tratan de construir sus precarios universos, a caballo entre los restos de una España tardofranquista y del adefesio que, a falta de una definición mejor, llamamos actualidad. En el que los costurones, las cicatrices o las herencias envenenadas se hacen acaso más evidentes.
Ya desde La abducción de Luis Guzmán, la obra de Remón gravita en torno a un núcleo familiar en el que la realidad naufraga. O, mejor dicho, en el que cuesta establecer un vínculo fuerte con la realidad. Hecho de ausencias, de heridas del pasado que se extienden como la esclerosis o de personajes que habitan en dos planos diferentes de la vida. Hermano loco, hermano pragmático. Psicodrama familiar en el que Remón describe las penas de esas dos Españas que aún hoy cohabitan el mismo escenario. La castiza y cateta, aferrada a una inocencia que en el pasado sirvió para ponerse una venda frente a la realidad, y la que mira hacia ese pasado con un inevitable complejo de culpa. Acosada por el fantasma paterno cuya figura lo ha arruinado todo -como en 40 años de paz– o ha paralizado el tiempo hasta convertir el hogar familiar en universo paralelo, como sucede con Luis Guzmán.
La ventaja de la edición de los textos de Remón es, precisamente, que permiten la posibilidad de detenerse en cada diálogo, en la forma tan particular que tiene de construir a los personajes, en cómo los unos apuntalan los pensamientos de los otros, intercambiándose el rol de narrador para ponernos en situación. En su manera de narrar con tanta riqueza las pequeñas miserias de la vida, con sus fugas oníricas y, sin embargo, sin renunciar al aplastante realismo de una existencia que se ahoga en las dimensiones de un vaso de agua. No importa si se trata de algo parecido a una vida conyugal y sus fantasmas -como en Barbados, etcétera– o en esa especie de disección del proceso creativo que describe en El tratamiento. La capacidad de Remón para jugar con las varias capas de sentido de sus obras le permite establecer diferentes niveles de drama. Desde la tragedia pequeñoburguesa a la sátira posmoderna, del juego entre narrador y personajes al exorcismo de los fantasmas de nuestra maltrecha cultura política -si es que esto no es un oxímoron.
Probablemente, tanto El tratamiento como Los mariachis sean sus dos obras más ambiciosas, en las que se deja notar ese salto de ambición que concede un poco más de músculo a los diálogos, de dramaturgia a las situaciones y de empaque a los personajes. Que, en su fluidez, casi podrían ser cinematográficas -no en vano, la primera abarca los problemas de un guionista para cerrar el tratamiento de una historia mientras, en paralelo, capea como puede el inevitable naufragio de su vida personal. Pero sería injusto no destacar a Remón por una de sus principales virtudes: su manera de actualizar géneros mayores como el esperpento y la comedia grotesca, las cuitas sentimentales del costumbrismo o el acervo cultural de una España tardofranquista que aún hoy se sigue viendo en blanco y negro. En esencia, lo que nombres como Francisco Regueiro o Ángel Fernández-Santos armaron en bombas de relojería como Las bodas de Blanca o Diario de invierno, o lo que Azcona inventó en La codorniz o en connivencia con Marco Ferreri. Todo un acervo cultural que Remón sabe cómo actualizar revisando los lugares comunes de una España vacía y olvidada, haciendo hablar a sus personajes y dejando que sus palabras, que sus diálogos, nos trasladen hacia una nada tan devastadora que es capaz de cambiar la carcajada de alivio por el temblor ante un pasado pegado como un chicle a la suela del zapato.
Si en Los mariachis los cabezudos del pueblo y la figura de San Pascual Bailón -como el San Dimas de Los jueves milagro– son el escenario de una familia fracturada por los pelotazos, el dinero negro y una ambición a fondo perdido, en Barbados, etcétera es la narración infinita de anécdotas estrambóticas la que describe una especie de obsolescencia sentimental. La incapacidad, en definitiva, de saber cómo hablarnos. O cómo querernos. Quizá por la cantidad de cicatrices que llevamos en la mochila, cuyo lastre invita a huir de la realidad para inventarnos otra. Abducidos, en definitiva, por la promesa de unas nuevas memorias que nos ayuden a tragar con el dolor inútil que nos traen las viejas.
Decía Marcos Ordóñez que en breve uno irá a ver las obras de Pablo Remón como sucede con las de Alfredo Sanzol: con devoción, con el fervor por una voz (casi) única dentro de la dramaturgia española. Capaz de hilvanar con pasmosa naturalidad lo real con lo onírico, la España tosca con la moderna, la carcajada con el temblor, el esperpento con lo meta. Abducciones, sin duda, supone un estupendo muestrario de sus capacidades dramáticas, una manera de poner los dientes largos a quienes no hemos podido ver en vivo y en directo sus últimos trabajos. Un ejercicio de teatro escrito en el que perderse en cada detalle, cada diálogo inventivo, cada engranaje de ese proceso creativo que, a la sazón, ha permitido a Remón armar una constelación de obras alrededor de las pequeñas miserias de la vida común. La actualización del esperpento, del costumbrismo y de los fantasmas de una cultura que llevamos pegada al zapato, cargada a la espalda o en lo más profundo de nuestro interior.