Déjeme, de Marcelle Sauvageot (Periférica) Traducción de Cassandra Villalba Sánchez | por Gema Monlleó

Marcelle Sauvageot | Déjeme

“Todo es demasiado, sentía mientras montaba cansadamente a su lado. Demasiado azul, demasiado púrpura, demasiado verde. Las flores demasiado rojas, las montañas demasiado altas, los cerros demasiado cerca.”
El ancho mar de los Sargazos, Jean Rhys

“El pasado quiere morir” escribe Marcelle Sauvageot (Charleville, 1900-1934) a su amante en una carta que nunca llegará a enviarle pero que podemos leer en su único libro: Déjeme. El pasado quiere morir y no hay nada que hacer para salvarlo, porque él (a quien ella denomina “Bebé”, tal vez un hombre más joven) le ha asestado la primera estocada al abandonar cobardemente a Sauvageot y ella lo remata entre el dolor y la rebeldía (“no me pida que me vuelva para verle, cuando no me acompañará ni de lejos. Déjeme”) en un texto que me recuerda al desgarrador poema Ya no que Idea Vilariño dedico a Juan Carlos Onetti (“Ya no soy más que yo / para siempre y tú / ya / no serás para mí / más que tú”). 

Intento centrar el tema. 

Déjeme es una carta de dirección única, escrita durante casi dos meses, en respuesta a una carta elíptica, que no leemos, en la que el amante de Sauvageot rompe con ella al informarle de que va a casarse con otra mujer mientras le solicita su amistad (“sentí que me cortaban lentamente la carne de un costado, justo donde me duele, tal vez un poco más abajo, con un cuchillo muy afilado”). Sauvageot escribe su respuesta introspectiva en una de sus estancias en el sanatorio de Tenay-Hauteville, donde recibe tratamiento para la tuberculosis (“aquí estoy, aturdida, torturada por la certeza, fría y segura, de que, cuando se está donde yo estoy, ya nada es posible”), mostrándonos a una mujer con una doble herida: la de la enfermedad y la de(la enfermedad de)l amor. La respuesta de la autora no es la carta de una mujer despechada, la ira aparece sólo fugazmente, sino un ajuste de cuentas consigo misma (“yo sólo iba a París un día a la semana; el momento culminante del día era verle”) por haber querido amar y ser amada por un hombre cobarde, mediocre, falsamente prudente y pusilánime, que ya había dado señales de su volubilidad, pero ante las que, como tantas veces ocurre, Sauvageot no prestó suficiente atención (“tengo la sensación de haber entregado mi yo a una armadura cuya rigidez se burla de mi angustia: ni siquiera puedo culparla”).  

Ella, desde la soledad del sanatorio (“por las ventanas abiertas suben las incesantes toses que asolan las noches; otras resuenan en los pasillos. Toses, siempre toses, alzan el vuelo en la fría noche”), frágil en su salud, rota en lo emocional, destila un texto breve y estremecedor en el que la lucidez retrata la impiedad (ante el pasado, ante el presente) y el verbo afilado desmitifica al ser ya no amado. La tristeza no enmascara el desamor y el desamor deviene un retrato de la dignidad de una mujer enferma que no se somete, que no acata el mandato masculino de la “transformación de los sentimientos” y que rechaza el “bálsamo” de “la hermana más noble del amor” (como él califica a la amistad, una amistad secreta, ya que su futura esposa no sabe de su existencia). Sauvageot se debate entre el desasosiego y la liberación (“si todo cambia, si todo me hace daño, estaré a solas con mi yo”), reniega de la mística de la autocomplacencia, comienza a analizar en él su verdadera naturaleza, sus “pequeñas vilezas” (“tal vez todo en usted fuera mediocre”,) y reivindica el encuentro consigo misma (“he vuelto en mí y, conmigo, voy a luchar para seguir adelante”). Esta reivindicación, este grito de autoafirmación individual, es todavía más hiriente si pienso que lo escribe una mujer que se sabe rondada por la muerte desde niña.  

En Déjeme la ruptura amorosa guarda un paralelismo con la ruptura que en la vida provoca la enfermedad, Sauvageot se aferraba a su historia de amor como palanca de sus deseos de curación, de su ilusión de vivir (“alguien me quiere en París: volveré”), y la pérdida del amado será, inicialmente, la pérdida de una esperanza global (“no pudiendo imaginar un nuevo porvenir, débil y afligida por la abrupta ruptura con el pasado”). Ella, al escribir, muestra su espejo y al avanzar en la escritura encuentra un doble fondo en el mismo, un fondo del que resurge una mujer a la que el miedo a la soledad no domina (en contraposición con las mujeres de la época que aceptaban matrimonios a sabiendas de que su pareja no las amaba, las mujeres cuya “voz se fundirá con el coro universal que repite con orgullo: “Mi marido”) y que, no sé si metafórico o real, culmina con el reencuentro, la expiación, la aceptación de sí misma, en un baile navideño en el sanatorio (“bailar es el ritmo más feliz de la vida; bailar cuando pensabas que no lo harías es una victoria conquistada”). La sororidad también está presente en el texto cuando Sauvageot reclama a su amante sus fotos (“todos esos objetos del ayer que ya no tienen sentido ni importancia») para que su futura esposa no las encuentre (“únicamente pensé en su mujer”) y la reivindicación individual se torna en colectiva y feminista en su alegato contra la “adaptación obediente y sumisa por parte de la mujer de la que dependerá su propia dicha” en el matrimonio, apoyando la muerte del “ángel del hogar” que tan bien retrataría Virginia Woolf en su texto célebre. 

Publicada (en una edición inicial de 163 ejemplares no venales, distribuidos entre sus amigos) tres años después de su escritura (y en una edición póstuma posterior prologada por Charles du Bos), Déjeme se ha convertido en un retrato lúcido de un vacío (“usted ya no desea más que bondad; ¿cree que negar lo demás basta para que deje de existir?”), el vacío que deja el amor, el vacío del desamor, el vacío abismal de la soledad, el vacío entendido como sentido trágico de la existencia (“entonces el encanto desaparece y descubrimos perfectamente que todo es mentira”). Sauvageot murió a los 33 años en el sanatorio suizo de Davotz-Platz y el desgarro de su escritura y su vida confluyen en el instante escrito, el instante vivido, el instante único que me abraza como lectora antes de descender con ella al abismo de la(s) muerte(s). 


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