Una imagen interior, de El Conde de Torrefiel (Teatre El Musical)  | por Óscar Brox

Hace tiempo que El Conde de Torrefiel ha diluido la frontera que separa al teatro posdramático de la performance o la instalación. Sus piezas pueden jugar con varios registros, transmitir cierta gelidez formal o incomodar abiertamente al espectador a través de su propuesta escénica, pero rara vez dejan de preguntarnos por lo que vemos, por el lugar que ocupamos en esa ficción y lo que nos transmiten con todo ello. 

En Una imagen interior desaparece la voz en off de Kultur, ahora sustituida por unos subtítulos que desfilan por la pantalla durante toda la obra. Parece, pues, imposible dejar de mirar. De observar todo lo que sucede en el escenario. De escuchar, porque la banda sonora es permanente y oscila entre la electrónica y el noise, la creación de ambiente y el guitarreo sucio. La cosa es que miramos: el escenario, siempre austero, decorado con lonas y habitado por el reducido grupo de actores como si se tratase de un flashmob; a los actores, que deambulan, nos miran, murmuran, (hacen como que) hablan y convierten ese caminar sin rumbo aparente en una especie de rito que culmina en los últimos compases de la pieza; y al texto, que tan pronto elabora una reflexión como dispara conceptos a bocajarro. 

Palabras e imágenes, lugares y ficciones. La obra podría explicarse a través de estas relaciones. Tanto Pablo Gisbert como Tanya Beyeler tienen una querencia especial por lo que se puede entender como cultura contemporánea; sobre todo, por la cultura entendida como placebo o anestesia para una naturaleza humana cada vez más incapaz para la vida. La pieza comienza en la sala de un museo de Historia natural, avanza hasta un supermercado cualquiera y culmina en un apocalipsis más bien abstracto, sin demasiadas señas de identidad. Podríamos decir que ahora mismo cada uno de esos escenarios representa un no lugar, un tiempo sin tiempo, donde lo humano se ha quedado atascado. Debilitado. Inutilizado. Las palabras atropelladas dibujan una especie de abulia bajo etiquetas como las de consumo, creación, grandes corporaciones dedicadas al entretenimiento, etc. Pero las reflexiones que la compañía hila nos hablan más del papel que tienen las ficciones, del uso y el significado tanto a lo largo del tiempo como en la actualidad. 

Un espectador habitual de El Conde de Torrefiel ya está acostumbrado a esa frialdad formal con la que abordan la escena. Diría, incluso, que hay algo erótico en esa gelidez, porque de alguna manera expone más a sus actores, los aísla en ese escenario diáfano y los deja a merced de la mirada del público. Los observamos siendo conscientes del artificio que hay en la recreación de cualquier gesto cotidiano, de cualquier diálogo, de cualquier acción. Consigue que sea algo irresistible, porque siempre nos conduce a preguntarnos qué estamos viendo y, sobre todo, por qué no dejamos de verlo. 

Es esta una época en la que lo meta se impone a la ficción o, mejor dicho, en la que parece que le pidamos a cualquier tipo de ficción que vaya todo lo más allá que pueda. Pero el caso es que poco hay tras eso que no sea la exigencia de más imágenes, de más palabras y más descripciones de estado que tapen ese vacío vital que el Conde de Torrefiel expone con esa mezcla de gelidez y gusto por la ironía, es decir, sin querer elevar el tono. Si acaso, incomodar, de la misma manera que lo hacían en Kultur, lanzando pensamientos fugaces, consideraciones culturales, preguntas que no necesariamente requieren contestación. Tan solo observar cómo se escenifican, cómo se convierten en una o varias imágenes que tienen esa capacidad reversible: tan pronto pueden representar un mapa cerebral en sus infinitas conexiones como un salpicones de pintura improvisados en un par de minutos de la función. Y así con todo. Esa es la ironía. 

Puede que Una imagen interior sea una pieza menos árida, más matizada y redondeada, en relación a anteriores creaciones de El Conde de Torrefiel. Y es probable que se deba a la potencia de su texto, que nadie recita en escena y, sin embargo, logra crear ese maravilloso efecto de que parezca que se escucha por todas partes: en la iluminación, en el decorado, en el cuerpo de los actores, en sus gestos… Con todo, la compañía sigue cultivando ese aire desapacible, austero, irónico pero no tanto, en su forma de reflejar lo que se puede entender por el presente. Una poética de la incomodidad que, en lo que dura la pieza, consigue transformar su pregunta por lo que estamos viendo por otra, acaso, más perturbadora: en qué nos estamos convirtiendo. Y Una imagen interior es su puesta en escena.


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