Niebla en el puente de Tolbiac, de Léo Malet (Asteroide) Traducción de Luisa Feliu | por Juan Jiménez García

Léo Malet | Niebla en el puente de Tolbiac

Pese a ser el primer libro de los tres editados por Libros del Asteroide, Niebla en el puente de Tolbiac es el último en la obra de Malet. Hay muchos más, claro, incluso muchos más con Nestor Burma de protagonista, pero nos quedamos aquí. Y es justo, porque sin lugar a dudas estamos ante un libro crepuscular que tiene algo de última cosa. Algo de despedida, como si cada página se despidiera de la anterior, y cada personaje nos dijera adiós de algún modo. Ya no es la niebla, siempre presente, espesa y gris. Ya no es ese mes de noviembre, ese otoño que es también el otoño de las personas y las cosas. Es eso, sí, pero un poco todo, cualquier cosa en él.

Nestor Burma recibe la carta de un personaje que le invita a encontrarse con él. Le escribe de La Salpêtrière, el famoso hospital, y aunque su nombre no le dice nada, lo trata de camarada. Burma llegará demasiado tarde y lo encontrará muerto y con la policía a su lado. Apuñalado, no ha logrado sobrevivir. El pasado, que es algo que no acaba de perderse nunca, alcanza a nuestro detective. Sí, lo conoce. Con otro nombre. De cuando Burma era anarquista y el muerto un buen hombre que creía en la libertad. Como otros tantos (pocos). El tiempo no le cambió. Seguramente tampoco mucho al detective. En el misterio se cruzará una gitanita. Y el amor. Y más recuerdos. También el presente, esa otra cárcel estrecha de la que estamos permanentemente huyendo.

Todo girará alrededor de ese puente de Tolbiac. Más cerca, más lejos, pero su sombra es alargada, capaz de atravesar décadas. Callejones miserables, casas más miserables aún que esos callejones, trapos, el olor a flores marchitas, la muerte, la niebla (siempre), el vagabundeo al que se entrega Burma, que en toda la novela irá de aquí para allá movido por secretos resortes. Tal vez solo por el tiempo. Encontrar que ocurrió no es sencillo. Nunca lo es. Pero tiene la paciencia, la insistencia y tal vez la necesidad de hacerlo. Nunca le gustaron las explicaciones fáciles, y aquí parece tener una.

Todo parece estar en su sitio: las mujeres, ese París poético incluso en su miseria, los personas, los sitios. Hélène le sigue en su Fiat Lux, el comisario Florimond Faroux espera de él algo que nunca le dará (lo cierto), el periodista Marc Covet aguarda una buena exclusiva para Le Crépuscule. Están todos pero no está ninguno. Esta vez nuestro detective será ese paseante solitario que solo compartirá su tiempo con Bélita y su figura de una belleza conmovedora. Con ella y con el tiempo. Porque Niebla en el puente de Tolbiac es una novela sobre el tiempo. El pasado y el que pasa. Solo el futuro parece algo lejano, casi inalcanzable, y es como si todos fueran llegando a una última estación, bajo un tiempo desapacible.

Léo Malet escribió aquí, a falta de conocer mucho más, su novela más amarga. Un trago que no podemos dejar de beber y saborear, con el mismo placer que el resto de su obra. Y es amarga porque Malet seguramente se encuentra consigo mismo y con sus viejas ideas. Y esas viejas ideas confrontadas con el presente ya no le dicen nada, más que la degradación del ser humano. Y también lo poco que quedan de aquellos sueños de juventud y de aquellas personas que poblaban esos sueños. Sabemos mucho de eso. Cualquiera de nosotros. Lo suficiente para, al cerrar la novela, seguir pensando un rato, con la mirada en otra parte. Lejos. No tanto.


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