Por el pasado llorarás, de Chester Himes (El Aleph) Traducción de Antonio Padilla Esteban | por Óscar Brox
Escribo estas líneas mientras hago una pausa en la lectura de La educación de un ladrón, de Edward Bunker. Tan voluminosa como la de Himes, acaso un poco más autobiográfica, con ambas me sucede como con aquella comparación que señaló André Téchiné entre el pasado y el presente del cine carcelario: mientras las memorias de Bunker miran desde la madurez la historia del convicto que nunca había dejado de ser, las palabras de Himes reflejan el terror del prisionero que temía dejar de serlo. El autor de Algodón en Harlem sobrevivió a la primera mitad del siglo XX como buenamente pudo: sufrió la Depresión, el racismo, el encarcelamiento y, finalmente, el exilio a Francia. Los mejores años de la vida erosionados por una persecución constante. Demasiados acontecimientos en tan poco tiempo como para olvidarlos.
Pese a que tuvo oportunidad de publicar su autobiografía, Por el pasado llorarás se mantiene, quizá, como la única biografía posible para retratar las emociones de Chester Himes; para narrar, desde la ficción, todas aquellas imágenes imborrables que sacudieron su vida hasta conducirla al límite. Por prudencia, como si con ello trazase un perímetro de seguridad, el protagonista de la novela se llama Jimmy Monroe y es blanco. Como Himes, también vive en Cleveland, acude a la Universidad -aunque no sepa muy bien por qué motivo- y comparte esa rabia incontrolable que desafía cualquier clase de autoritarismo. Así hasta arrimarse a la pequeña delincuencia. Monroe ingresa en la cárcel como tantos otros: espalda en tensión, mentón elevado y mirada ensayada en el furgón para simular desprecio hacia los demás. Basta el ruido de los primeros barrotes o el tacto áspero de un camastro de mierda para que el pavor y la soledad devoren sus entrañas. El miedo. El miedo que carcome cada pedacito de su intimidad, que lo expulsa a una colonia de prisioneros, alguaciles, salvajes y amanerados que han aprendido a hacer su vida entre las paredes húmedas y el ambiente fétido del presidio.
Himes presta a su criatura unos pensamientos interiores que, con la delicadeza de las largas descripciones, capturan la realidad de la cárcel; la fábrica de hombres que aúllan ante el culo de un preso de la sección femenina, la colmena de jugadores que matan el rato entre timbas o las voces que en la oscuridad del agujero se insultan y desprecian para mantener ocupada la cabeza y evitar así enloquecer durante el confinamiento. Allí se necesitan amigos, hermanos o primos. Y página a página Himes introduce más y más personajes que dan cuenta del sobrepoblado paisaje carcelario. Dementes, asesinos, ladrones o perdedores que, arrinconados y sin salida, se entregan a lo más básico para no perder la poca humanidad que les queda. A golpes de porra, de puños desnudos o de improvisados pinchos. En todo ese recorrido, Himes solo presta atención a lo más primario: al terror, a la soledad, a los instintos más bajos. Al vómito, la sangre y los excrementos que apestan las diferentes alas del recinto. Al gran incendio que consumió parte de la cárcel y a la inmensa pila de cadáveres que dejó, carne quemada inidentificable que marca el shock definitivo de Jimmy.
Por el pasado llorarás explora no tanto un sentimiento de culpa como de abandono. Los ojos de Monroe pasean por la realidad carcelaria con una mezcla de asco y de conmiseración, presas de ese combate con el tiempo ante el que se acaba por ceder. Tras ese primer periodo en el que se aspira a salir pronto, o en el que se rechaza la evidencia de estar privado de libertad, llega esa fase en la que todos los terrores los aglutina el miedo a la libertad; a regresar a un mundo del que se ha sido expulsado, tras un proceso de reeducación completamente falso, después de haberse amoldado a una vida entre rejas. Himes atrapa cada uno de los sentimientos de su protagonista con la misma desnudez con la que los vivió: la vida juvenil atribulada, siempre al filo del abismo; la sensación de superioridad al poseer una educación que sus compañeros de celda desconocían; incluso esa vergüenza que le lleva a buscar el amor masculino sin saber cómo entregarse a él. Con esas imágenes de cuerpos fundidos en el placer más brusco, frontal y animalesco. Es una vida violenta en la que los hombres se suicidan, se vuelven locos o unas malas bestias que sueñan con reventar el cráneo de un vigilante con sus propias manos. En la que Jimmy empieza por besar con fiereza a su primo Walter, desear con locura a Lively y vivir algo parecido a un amor con Rico. En la que el tiempo pasa, el softball y las sesiones de cine devuelven una imagen remota de la vida tranquila y Monroe aprende a trabajar con máquina de escribir para volcar en la página en blanco todos esos sentimientos que esconde en su interior.
En un tiempo en el que todo tenía precio, Jimmy Monroe describe con dolor la vida vacía que ha tenido y el grotesco sentimiento de que en la prisión ha encontrado un hogar; un lugar donde estar menos solo. En el que los fantasmas de aquellos coches y de aquellas chicas, de aquella familia cada vez más lejana y aquel futuro que nunca existió del todo, pasan como estrellas fugaces en el cielo nocturno. El ser o la nada. El triste amor que proporciona un camastro caliente o la jungla de asfalto que abre sus brazos quién sabe si para estrangularle. Himes nunca pretendió escribir una especie de educación sentimental, sino volcar en su novela el tremendo desamparo al que se vio sometido. Ese instante de puro terror en el que mirar dentro de uno mismo y no encontrar nada. La fiereza de sus palabras, mayor cuanta más conmiseración muestra para con su criatura, describe el mundo como el gran incendio que casi acaba con su vida. Un infierno de cuerpos muertos, mentes sacudidas y pobres diablos que no podían saber qué hacer con su vida porque, en realidad, no sabían dónde encontrarla. Perdida en un exilio interior. A la espera de ese paseíllo hacia la granja de trabajo que marcaba el último peldaño antes de ganar la libertad. Casi como ir al cadalso en un mundo enloquecido, febril y violento. En el que nunca existió bestia tan feroz y tan eterna como la soledad. La auténtica máquina de triturar hombres.