El perfume de las flores de noche, de Leila Slimani (Cabaret Voltaire) Traducción de Malika Embarek López | por Gema Monlleó

Leila Slimani | El perfume de las flores de noche

“Me gustaría retirarme del mundo. Ingresar en mi novela como en una orden. Hacer voto de silencio, de humildad, de sumisión total a mi trabajo. Me gustaría dedicarme solo a las palabras, olvidar lo que constituye la vida cotidiana.”

Empecé a leer El perfume de las flores de noche pensando en la experiencia en la Documenta de Kassel de Enrique Vila-Matas, en la performance de Marina Abramovic en el MOMA, o en las experiencias inmersivas de Sophie Calle. El único dato que tenía antes de comenzar el libro era el de la cubierta: la autora, Leila Slimani (Rabat, 1981), acepta pasar una noche en el museo de arte contemporáneo Punta della Dogana en Venecia, donde se celebra la exposición Lugar y signos, y este era el resultado.

Me equivoqué por completo en los referentes.

El perfume de las flores de noche es sobre todo una historia sobre la escritura, sobre cómo hacer para escribir (misterio desvelado en la primera página: “si quieres escribir una novela, la primera norma es saber decir no (…) que alces a tu alrededor un muro de rechazo contra el cual se estrellarán todas las ofertas”), sobre las dudas del escritor respecto a su obra, sobre el peso del pasado en la escritura, sobre cómo cerrar heridas escribiendo. Escribir como refugio, cueva, encierro voluntario. Y es precisamente este punto, el del encierro, el que impulsa a Slimani a, esta vez, decir sí a la distracción, decir sí a alejarse por unos días de su despacho, de su espacio amniótico para la creación.

El encierro en el museo veneciano es un punto de partida para la reflexión determinado, esta vez, por la concreción del lugar en el que Slimani se encuentra (aunque, ¿no está toda su obra determinada por lugares: los de su infancia, los del París actual?). El encierro es la espuela inicial para confrontar las excentricidades del arte contemporáneo con sus orígenes marroquís (“para mí el museo sigue siendo una emanación del arte occidental, un espacio elitista cuyos códigos no he entendido aún”). Y aunque, a priori, no parece muy entusiasmada con su aceptación para pernoctar en el museo (“la perspectiva de pasar la noche cerca de las obras de arte me es indiferente. No albergo la fantasía de tener esas obras para mí sola”) es el propio encierro en este espacio extraño y ajeno el que le provoca digresiones sobre distintos hechos de su vida: el recuerdo de su padre (alto ejecutivo de banca) encarcelado durante su adolescencia por un escándalo político-financiero, su infancia en un Rabat regido por las leyes invisibles del espacio público (“me criaron como a un animal de compañía. Jamás practiqué deporte alguno. No sé montar en bici y no tengo carnet de conducir. De pequeña, pasaba la mayor parte del tiempo en casa”), su visión del feminismo y del colonialismo: “la cuestión femenina es espacial. La dominación de la que son objeto las mujeres no se entiende sin estudiar su geografía, sin evaluar los imperativos impuestos a sus cuerpos a través de la vestimenta, los lugares, la mirada de los otros”… Van pasando las horas y lo que parecía un encierro abúlico se carga de contenido. 

Slimani, sin ancla sobre las aguas pantanosas de la ciudad, se balancea una y otra vez sobre los matices de la escritura. Pasea solitaria por las salas del museo, y frente a las obras de Berenice Abbott, Etel Adnan, Félix González Torres, Roni Horn (pastillas de vidrio azul helado con poemas de Emily Dickinson: “me encierran para tranquilizarme”), Philippe Parreno o Tatiana Trouvé, y siempre atónita ante su propia presencia espectral en el lugar, se adentra introspectivamente en su proceso creativo. Observa, analiza, se deja empapar por sensaciones y regresa a la eterna cuestión del artista frente al mundo y, en su caso, de la escritora frente a su obra: “Muchos piensan que escribir es transcribir. Hablar de uno mismo es contar lo que uno ha visto, narrar fielmente la realidad de la que ha sido testigo. En cambio, yo querría contar lo que no he visto, algo de lo que no sé nada pero que sin embargo me obsesiona (…) Poner palabras al silencio, desafiar la amnesia. La literatura no sirve para restituir la realidad, sino para llenar los vacíos, las lagunas”.

Una cama naranja en una sala de un museo es casi una invitación al insomnio (“en este museo no siento miedo, pero sí incomodidad, torpeza. Me queda claro que incordio, no tengo nada que hacer aquí, trastorno el descanso de alguien o de algo”), de ahí su paseo entre desconcertado e ¿infantil? en las primeras horas nocturnas. Una cama naranja en una sala de un museo veneciano provoca una reflexión sobre la propia ciudad: “los venecianos están como los indios en una reserva, últimos testigos de un mundo que se muere ante sus ojos” (y yo pienso en Agustín Fernández Mallo y su El libro de todos los amores aquí). Una cama naranja en una sala de un museo, de un museo veneciano, de un museo que es una antigua aduana, es un hecho paradójico en sí mismo que Slimani adopta como espejo “Venecia es una ciudad sin tierra. Se alimenta de afuera, del exterior, del extranjero. Veo en ello un símbolo de mi propia historia. Quizás ahí es donde vivo, en un sitio similar a esta península puntiaguda. A una aduana que es en esencia un espacio paradójico. No dejé por completo el lugar del que salí ni viví por completo en el lugar al que llegué. Estoy en tránsito. Vivo en un intermundo”. Quizás esta sea la conclusión última y el objetivo desconocido para la autora cuando aceptó la invitación: reafirmar su no-lugar (compartido con el lugar que de una ciudad que se hunde, que llegará a ser también un no-lugar), asirse a las contradicciones para buscar y encontrar las zonas intermedias que le son válidas para la creación, y asumir su propio choque de fronteras identitarias (“vengo de una generación con una identidad lastimada”) como el indefectible, y en ocasiones inconsciente, lugar de partida para su escritura: “Escribir ha sido para mí una empresa de reparación. Reparación íntima, vinculada a la injusticia de la que fue víctima mi padre. Yo quería reparar todas las infamias: las relacionadas con mi familia, pero también con mi pueblo y con mi sexo (…) Pero he comprendido que esa fantasía era una ilusión. Ser escritora, para mí, es por el contrario condenarse a vivir en los márgenes. Cuanto más escribo, más excomulgada, más extranjera me siento”.

Slimani sale del museo cual cenicienta perdiendo un zapato. Nosotros salimos de esta obra con su zapato en la mano. He ahí el poder de la literatura.


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