El palacio de las moscas, de Walter Kappacher (Pre-Textos) Traducción de Richard Gross | por Juan Jiménez García
Un misterio. Podría haber pensado que el cansancio, las derivas del tiempo presente, habían hecho que no comprendiera nada, nada, de El palacio de las moscas, un libro que me ha parecido extraordinario. ¿Entonces? Ella tampoco entendió nada. Sentado, pensaba en esto, en ese misterio. ¿Por qué? Un lector de poesía está habituado a leer sin pretender buscarle un significado concreto a aquello sobre lo que lee. Entiende que es una relación que se establece en un lugar, impreciso, en el que escritor y lector se encuentran. Un lugar que carece de fisicidad, de referencias geográficas. Un lector de literatura, busca una historia, una historia que necesariamente le tienen que estar contando. Pero, de nuevo, ¿por qué? Pensé en Handke, en sus elogios a Walter Kappacher. Handke. ¿Y si El palacio de las moscas se hubiera llamado Ensayo sobre el palacio de las moscas? En una entrevista, Peter Handke reconocía que sus ensayos así llamados (Ensayo sobre el día logrado, Ensayo sobre el lugar tranquilo, Ensayo sobre el cansancio,…) era una forma de su autobiografía. Del mismo modo, este libro no deja de ser unos días en la vida de Hugo von Hofmannsthal, retirado en las colinas de Fusch. Pero de esos días, no tenemos más que un conjunto de sensaciones, de recuerdos del ayer y de instantes del presente, breves, fugaces, como piedrecitas encontradas y puestas en un orden impreciso al borde del camino. Así imagino yo, ahora, este trabajo de escritura. O como esas moscas, alrededor de uno, ahora presentes, ahora ausentes, ahora molestas. La historia es la ausencia de historia. E incluso cuando algo ocurre, un mareo, este es únicamente una vaguedad, una cita al pie, en lo que lo importante no es el desvanecimiento, sino que en ese momento vino a la cabeza la memoria del padre. El libro todo es vaguedad, una atmósfera, tiempo. sentidos. En él está, como una impresión, el imperio austrohúngaro caído. En él está, como un destello del porvenir, el nazismo. Entre tanto, como dice, el hundimiento de esa cultura quebradiza. Habla de cosas sepultadas, en las que no se encuentra el camino para acceder a ellas. Pero Kappacher está ahí, en esa inutilidad que provoca el encuentro desencantado con la belleza, como si llegar a esta ya no fuera posible, aunque esté una y otra vez instalado en ella. Incapaz de escribir su Timón, es su vida, aquello que surge de lo borroso, la obra. Sentado en el banco de la linde del bosque, había conseguido trasladarse al reino de las sombras, aquel corro de figuras larvarias que pujaban, unas más, otras menos, por adquirir forma y perfil, por salir a la vida… Eso es todo. Unos días en la vida de Hugo von Hofmannsthal y la escritura de Walter Kappacher. Cercano a todas las formas de la escritura, pero sin quedarse con ninguna de ellas, para poder devolvernos esa inmaterialidad de los días suspendidos, las horas suspendidas, el vivir suspendido. O de la espera tras el final. Porque cuando algo acaba, esperamos. Día tras día. Otra cosa, algo que surgirá y que vendrá a reemplazar la pérdida. Y lo que algunos llaman esperanza no es más que incertidumbre. Mientras jugamos con las piedrecitas cogidas por el camino sobre el banco a la orilla de él, bajo el cobijo de los árboles, en un bosque, de una colina, en la que la luz entra con dificultad y una dulce oscuridad nos envuelve. Y llegará la noche, pero también el día.