Deutschland, Deutschland über alles, de Kurt Tucholsky. Ilustraciones de John Heartfield (La Fuga) Traducción de Jorge Seca | por Juan Jiménez García

Kurt Tucholsky | Deutschland, Deutschland über alles

No debería ser muy difícil de entender. Sin embargo, ahí estamos cien años después, dándole vueltas a las mismas cosas, removiendo en los mismos contendedores de basura, sin esperanzas de que algo vaya a cambiar a mejor, porque a peor, se da por supuesto, qué otra cosa vamos a hacer… Si no lo acabamos de entender muy bien, Kurt Tucholsky nos lo explica. Algún avispado dirá, ¡qué nos va a explicar ese alemán escribiendo desde la Alemania de 1929! Pues ahí está la primera tragedia. Que algunas cosas han cambiado. Que ni los alemanes son ya tan prusianos, el militarismo es otra cosa (como una mona disfrazada de seda), la república de Weimar rebota contra la actualidad de nuestros días y Hitler no está lejos (ahí tenemos ese fotomontaje de John Hearfield, en el que se mira al espejo y se refleja él y la muerte… un momento, eso de fotografiarse mirándose a un espejo dónde lo hemos visto… no será el fondo, pero las formas, ay, las formas). A ver, que no me lie (aunque por qué no debería hacerlo). Deutschland, Deutschland über alles, (Alemania, Alemania sobre todo, la letra de ese poemilla, que dice), es un libro contra ese todo, excepto algunas cosas. Un libro que, después de reducir mordazmente esto a escombros, acaba con Mi tierra natal, un estupendo texto que nos viene a decir que estamos contra los nacionalismos, patrias y trapos ondeantes, pero no contra la tierra en la que hemos nacido. No estamos ni contra los hombres, ni contra el azul del cielo, ni contra las corrientes de aire, ni el mar, ni otras tantas cosas, que no son las que se gritan, ni las que llenan esos horrorosos noticieros, llenos de muerte, tristeza y grisura, además de tendenciosidad. De poco le sirvió al escritor: tras la publicación del libro, tuvo que salir huyendo.  

Con todo lo peor aún estaba por venir y es que estamos en la República de Weimar y los nazis solo eran un desagradable olor persistente, entre todos esos malos olores de antes y ahora. Entonces, Tucholsky se dedica a condenar esos lugares comunes, esas enfermedades sanguíneas que envenenan el día a día de los alemanes. Desde el militarismo, que les ha dejado ahí tirados, tras el desastre de la Primera Guerra Mundial, hasta la clase política o judicial, pasando por ese horrible carácter alemán (que anticipa, que está preparado, para digerir venenos aún peores). Pocas cosas se escapan a su ojo, siguiendo las imágenes y fotomontajes de Hearfield, y su ironía es sangrante, porque tiene un firme sustento. Es difícil distinguir la realidad de su exageración, lo cual debería ser un buen problema para cualquier asunto, aunque hayamos llegado hasta nuestro día con las mismas inquietudes, solo que ya no tenemos a un Tucholsky y menos a un Hearfield, en este gallinero en el que se ha convertido el mundo, a base de cacareos y empujones. De todo ello, solo salva si acaso a los cómicos, como Karl Valentin, con el que compartía seguramente una manera de no entender el mundo que le rodeaba o entenderlo, pero no compartirlo en absoluto. Mucho menos respetarlo. 

Hay libros, como este, que son de rabiosa actualidad en su momento. Que parecen circunscribirse a su tiempo y espacio. Sin duda es así, pero su grandeza reside en que aquello que los alimenta, aquello de lo que se nutren, aquello que quieren poner al desnudo, aquellos emperadores a los que señalar, siguen ahí, aquí. Seguirán, de hecho. Nada de lo que nos cuenta nos es ajeno, como si la estupidez (no lo dudo) fuera eterna y los males, inagotables. Por no hablar del humor, de esa mala leche, de ese juego, además, con dialectos y lenguajes y que logra transmitir (y no es fácil) la traducción de Jorge Seca. Porque el escritor alemán intenta capturar todas esas corriente subterráneas y terrestres, esas señales de un fin del mundo próximo. La enfermedad en el cuerpo no solo del estado sino de la gente común. El asesino está entre nosotros.


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