Una calle sin nombre, de Kapka Kassabova (La Caja Books) Traducción de Ernesto Rubio | por Juan Jiménez García

Kapka Kassabova | Una calle sin nombre

Kapka Kassabova y su familia abandonaron Sofía, Bulgaria, en 1990. Acababa de caer el muro de Berlín y un año antes el interminable Tódor Zhívkov (treinta y cinco años de gobierno) había renunciado (y con él, el comunismo). Se abría un periodo de esperanzas democráticas que, como en todas partes, no fue más que un cambio de vestidos para otro baile. Los bailarines seguían siendo los mismos, como en unos cuantos siglos de historia del mundo. En todo caso, sus padres decidieron que no valía la pena esperar y, tras la experiencia anterior de un intento inglés fallido, acabaron en el lugar más lejano posible: Nueva Zelanda. Empezaban de cero, pero cero era el número en el que habían estado durante décadas. Ese grado cero en el que nada te falta y nada tienes. Un anodino piso igual a centenares de pisos con el nombre de Juventud 3, una escuela como tantas otras escuelas, un autobús que tarda tanto en pasar como tantos otros autobuses. Del espacio exterior, nada se conoce y todo se imagina, por utilizar una expresión felliniana.

Kapka Kassabova tenía diecisiete años. Pero, como una frase de Elias Canetti sobre su pueblo natal que ella misma cita, todo lo que viví después ya había ocurrido una vez en Rustschuk. Una calle sin nombre será aquellos diecisiete años y el regreso muchos años después. Y entre medias no quedará nada. Solo el vacío, un silencio sospechoso. Nadie quiere recordar ni el pasado tras el telón ni la obra que se representó una vez alzado este. Y así, Bulgaria, ese rincón extremo de Europa, balcánico, otomano durante siglos y siglos, país fronterizo con turcos, griegos, serbios, rumanos y rusos no demasiado lejos, atravesó el cambio de siglo. Testigo de todas las convulsiones, también las propias, de sus viejas disputas, tierras perdidas, hombres perdidos, tiempo perdido.

La infancia fue un periodo nada glorioso. Las inquietudes podían ser las mismas que las de cualquier otro niño o adolescente en otros rincones de mundo, pero su materialización era otra cosa. Para saber todo los idiomas solo hay que hablarlos entre aquellos que no los conozcan, decía Quevedo, y qué duda cabe que para no echar nada de menos solo hay que no saber de su existencia. Y esta máxima se aplicaba a rajatabla. No tal vez como en países como Albania, pero después de todo las tiendas enormes seguían exhibiendo su enorme vacío, las colas eran igual de interminables a la espera de vete a saber qué, la televisión emitía con las mismas intenciones y las noticias que llegaban de fuera, al azar de los emigrados, exiliados, eran igual de sorprendentes y formaban parte de la misma propaganda capitalista, sin que esto sea una defensa de nada sino la constatación de la derrota de todo. Como originalidad, Kapka estudió en un colegio francés, para acabar unos meses en Inglaterra, país extraterrestre que le permitió descubrir otra música y otras cosas más íntimas. Allí había encontrado primero acomodo su padre, luego el resto de la familia y luego ella, pero tras dificultades de renovación del permiso, ella se hizo mayor y, por tanto un caso aparte para los ingleses. No la dejaron sola y el próximo destino fue Nueva Zelanda. Y allí estuvieron. Pero esa es otra historia nada búlgara y forma parte de las hojas en blanco del libro.

Quince años después, volverá. Ahora es escocesa. Algo más cercano pero igualmente lejano. Ha recorrido países, pero Bulgaria sigue ahí. Su Rustschuk. También los búlgaros han recorrido camino. Y los amigos que se fueron a otros países y luego volvieron, aunque fuera ocasionalmente, como ella. Y aquella parte de su familia que se quedó ahí y que ahí sigue. Podría decir aquello de que el tiempo se ha detenido, pero el tiempo nunca se detiene. Se detienen las personas, las vidas, que incapaces de romper ese otro muro interior. Un muro que les separaba del exterior pero que también protegía algo dentro de ellos. No es fácil renunciar a una vida, por muy terrible que esta haya sido. No es fácil admitir esos años instalados en la derrota. Ahora Kapka Kassabova es una viajera en su propio país. Recorre las ruinas y estas pueden ser de tiempos de tracios o de hace unos pocos años. Las ruinas, esas cicatrices.

Entre las ruinas, están los restos de aquella infancia. El recuerdo de los que la compartieron con ella, regresos ocasionales, como los suyos. Recorrer Bulgaria o volver sobre los lugares que conforman la memoria personal se convierten no en un ejercicio de nostalgia (¿nostalgia de qué?) sino en un viaje sobre un país que huye de su pasado, piensa en el futuro sin preguntas y vive en un presente que mira hacia otro lado y se da razones para ser como es. La necesidad del ser humano de olvidar para continuar convertida en provecho de unos pocos. Cambiar para que todo siga igual. Si esto solo fuera una historia búlgara…


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