La llave, de Junichiro Tanizaki (Satori) Traducción de Ana Megumi Pias Suzuki | por Juan Jiménez García
Las maneras de aproximarse de Junichiro Tanizaki a esos temas sobre los que se construye su obra (como la perversidad, ese tronco sobre el que crece el árbol de su escritura), son tan variadas que no deja de sorprendernos. Aunque sus libros abunden en el erotismo o el deseo, las maneras de acercarse a él se multiplican y con ellas las certezas e incertezas que viene a plantearnos, desde la relación con la modernidad, las tradiciones, la enfermedad, la inquietud y, después de todo, que estamos dispuestos a sacrificar, unos y otros, para alcanzar el placer, el placer más intenso. La llave, en este último punto, sería extraordinariamente significativa, pero no más que otros de sus libros, en los que el enfrentamiento o el punto de encuentro de hombres y mujeres, es, después de todo, el eje sobre el que basculan escritura y acciones, piezas de un mismo mecanismo que mueve el mundo. En La llave se ponen en marcha distintos engranajes. Por un lado, la relación del diario del protagonista, sin nombre, con el de su mujer, Ikuko. Ese juego de páginas abandonadas para ser encontradas por el otro, en las que el diario, sin perder su condición de lugar de recogimiento íntimo, aspira a transmitir esa intimidad a su pareja, a compartir los anhelos más profundos y los pensamientos más recónditos. Hay un diálogo público, unas acciones visibles, unos cuerpos tangibles, y luego una vida que se les esconde pero que es, a su vez, revelada por las páginas de esos diarios, para acabar alimentando ese deseo, ese placer.
La relación entre el protagonista, que ya alcanza una edad avanzada, y su mujer, de cuarenta y cuatro años, no va todo lo bien que debiera. Ella no siente ninguna pasión por el cuerpo de su marido (está más interesada por el del que podría ser su futuro yerno) y él solo encuentra una cierta frialdad en sus relaciones y, desde luego, una decepción por no poder ver cumplidas sus expectativas (Tanizaki y el fetichismo, una larga historia). Ella conserva plenamente su belleza, pero a la vez, se empeña en ocultársela. Y no por falta de lujuria. ¡Ella es lujuriosa! Pero las barreras se multiplican y todo se apaga como se apagan las luces de la habitación. Hasta que un día, fruto de una borrachera inesperada, ella pierde el conocimiento y el marido aprovecha para poder entregarse no solo al sexo (eso sería una vulgaridad, aunque también) sino a satisfacer todos los asuntos pendientes que tenía con ella, como la observación minuciosa de su cuerpo bajo las luces de neón o, incluso, fotografiarla hasta el último rincón de ese cuerpo, lo cual le causa una satisfacción extrema. Y no solo a él. Porque ella descubre igualmente el placer de esos juegos, para acabar alentándolos y ampliándolos, en un mundo que ya solo se moverá por ese deseo y por los celos, para llegar a cumbres que antes eran incapaces de adivinar.
En un relato de interioridades que se entrelazan, en un juego entre la verdad y la mentira, entre los desvelado y lo que permanece oculto y, no en último lugar, un juego al borde del abismo de la muerte, Junichiro Tanizaki vuelve a atravesar el bosque de su narrativa, lleno de caminos y recovecos, de claridades y oscuridades, de pérdidas y encuentros. Y en esas búsquedas, las interrogaciones, aunque sus preguntas no dejen de ser las que se hizo durante su vida, a través de los años. Un nuevo gozo estético, entre sus búsquedas del placer físico.