La identidad de las noches, de Julio Monteverde (Adeshoras) | por Juan Jiménez García

Julio Monteverde | La identidad de las noches

No recuerdo mis sueños. Mis sueños son una confusión, un caos absoluto, una sucesión disparatada de imágenes, de acontecimientos. Solo uno se repite, cambiando de forma: aquel en el que me pierdo, en el que intento volver, pero todo me impide volver. Mis sueños, entonces, son los de los demás. Como seguidor del surrealismo, podría pensar que mis sueños son los de aquellos, pero en ellos siempre creí encontrar un componente literario, una imposibilidad. Me parecían, en definitiva, sueños construidos, otra suerte de escritura automática. Y eso no era lo peor que nos podía pasar. Otros libros de sueños son simplemente una sucesión de anécdotas, que apenas escapan a la ocurrencia. Entonces leí Noches sin noches y algunos días sin día, de Michel Leiris, y pensé que mis sueños serían, de recordarlos, como aquellos sueños. Porque en esos sueños, la realidad de los días se cruzaba con la irrealidad de las noches soñadas, y pienso, que una cosa no existe sin la otra, e incluso lo pienso en un modo inverso, como si fueran vasos comunicantes. Y he tenido que esperar a La identidad de las noches, de Julio Monteverde, para volver a retomar el camino allá dónde lo dejó Leiris. El azar, lo ocurrido, lo probable y lo improbable. El azar. ¿No es el azar aquello que determina nuestros sueños? ¿No son nuestros sueños una tirada de dados?  

Por otro lado, La identidad de las noches, no es un libro de sueños. No solo. Es un libro atravesado por un rayo. Volvería a escribir la palabra azar, y solo un estúpido sentido de la repetición me lo impide. Sin embargo, ese es el rayo, esa es la luz que atraviesa esas noches. Las imágenes que se llaman entre sí, que acuden a su encuentro como una casualidad. La otra palabra sería misterio. Vivimos inmersos en el misterio, y solo la velocidad de nuestros días (iba a escribir de nuestras derrotas diarias) nos impide reparar en ello. Vivimos unas vidas ordinarias porque le damos la espalda a lo extraordinario. Vivimos en un exceso de luz. Todo está demasiado iluminado, sobreexpuesto, sin sombras. Frente a eso, Julio Monteverde, ya nos había mostrado el camino en un ensayo como Materialismo poético. La poesía es una manera de vivir, de convivir con todo aquello que nos rodea. También con nosotros mismos, también con nuestros sueños. Invitación al tiempo explosivo, manual de juegos, escrita junto a Julián Lacalle me viene ahora a la cabeza, como otro lado de una imprecisa figura, que cambia de forma con cada nuevo libro, manteniendo una esencia. Una esencia que sería esa necesidad de abrir nuestros sentidos al encuentro, al descubrimiento, a la revelación de ese misterio. 

Están los sueños y están las ciudades, los lugares. Los lugares forman otro motivo importante en la escritura de Julio Monteverde. Ese reconocimiento geográfico de los lugares en que habitamos. Me gusta cuando sale a recorrer la ciudad sin un sentido u orden preciso. Las ciudades son nuestros bosques. Espacios en los que perderse (y qué difícil es, hoy en día, perderse… siempre geolocalizados, ubicados, señalados). Recuerdo unos viajes por carretera en los que el navegador, desactualizado, indicaba que sobrevolábamos terrenos baldíos en vez de nuevas carreteras. A qué viene esto… En los sueños como en las ciudades, se dan esos encuentros fortuitos de un paraguas con una máquina de coser, sobre una mesa de disección. Todo está escrito, pero inaccesible en su infinita parte. Entonces, de cuando en cuando, nos encontramos con esas casualidades que nos devuelven el misterio primitivo. Como esos pensamientos escondidos, agazapados en nuestra memoria, que de repente surgen al reconocerse en el otro, en lo otro. 

Afinidades electivas. Con Julio Monteverde no dejo de encontrarme una y otra vez. No físicamente, porque está la distancia. Me encuentro con él en su lectura. Reconozco aquello que nunca dije y que nunca hubiera dicho y que él dice por mí o vive por mí o sueña por mí. En el caos de cosas que chocan una y otra vez en mi cabeza, provocando un ruido ensordecedor, aturdidor, pone orden. Hay escritores así y no son para todos y no pueden ser para todos. Aunque tengan que digo mil, millones de lectores, hay escritores que son así y no son para todos. Pienso en Peter Handke, ahora que es una obsesión más. Pienso en Thomas Bernhard, que es otra obsesión más. Siempre te hacen sentirte especial, el único lector. Siempre te hacen mantener una relación de uno a uno. Son escritores que ordenan lo caótico de mi mundo. Esa conexión que es azar o destino. Que viven en la poesía, habitan en la escritura.


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