Un Dios extranjero, de Alejandro Morellón (Ayuntamiento de Caravaca de la Cruz) | por Gema Monlleó

Alejandro Morellón | Un Dios extranjero

“Porque el amor es huesudo como la muerte, me arranqué los dientes. Me agazapé en el silencio de mi pulpa conmovida, me ovillé en la herida que me dejó tu ausencia. La huella de mi Señor arañándome por dentro.” 

Autocienciaficción para el fin de la especie, Begoña Méndez

Leí Un dios extranjero (Alejandro Morellón, Madrid 1985) hace ya varios meses. Desde entonces estoy pensando cómo escribir esta reseña más allá de la plasmación del entusiasmo místico en que me sumió su lectura. Quizás no hay respuesta al cómo, quizás se trata de dejarme filtrar de nuevo por los versos de Morellón y la voz de Magdalena, que cada poema sea el alimento sagrado que avive estas palabras, mimetizarme en su espacio, en su celda austera y mirarla a ella desde el tililar que la alumbra. 

Este es el primer poemario de Alejandro Morellón después de la publicación de sus libros de relatos (El estado natural de las cosas, El peor escenario posible) y su novela (Caballo sea la noche). Para estrenarse en la poesía Morellón inventa el lenguaje y el pensamiento de María Magdalena a partir del cuadro La Madeleine à la veilleuse (La Magdalena penitente de la lamparilla, Museo del Louvre) pintado por Georges de La Tour en el siglo XVII. Ella, su estancia, las hermanas del convento, la luz, el amor de Dios, las dudas, la fe, la lucha, el silencio, el abandono, la pausa, el miedo, lo sagrado. La epifanía del dejarse habitar, las tinieblas del misterio, la entrega a lo sagrado. El rezo, la verdad, la revelación, la santidad y la resurrección. Emociones desnudas para esta casi virgen vestida que le valió a Morellón el Premio Albacara de Poesía Mística San Juan de la Cruz en 2021.  

El poemario se divide en cuatro capítulos (Génesis, Catábasis, Anábasis y Éxtasis) que nos indican cómo vamos a leer las palabras de Magdalena a partir del cómo (o el desde dónde) las escribió el autor. Magdalena es Morellón, ella habla (siente) por persona interpuesta (él). Me cuesta imaginar el momento del estallido creativo, el momento en que Morellón decidió que el cuadro de de La Tour merecía (o necesitaba) un poemario, el momento en que para escribir a partir del mismo la única voz posible era la de ella, el momento de la conversión (polisémica) mística para componer el libro. 

Magdalena, mujer demandante (tan demandante como en Autocienciaficción para el fin de la especie de Begoña Méndez: “carne de mujer abierta a la hondura de un deseo sin asomo de culpa”), mujer que habla a las sombras que no responden, mater con calavera (y no con niño), mujer prisionera frente a la llama (“La figura se ilumina todas las noches en un cuerpo y un rostro sin esperanza y sin desesperación”). Magdalena, mujer-carne, mujer-hueso, mujer-mirada-perdida, mujer-temblor, mujer-noche (“y yo me hago oscura en esta hora / para ser como la noche herida por el rayo”), mujer-deseo (“yo busco la transverberación / un fuego que venga de arriba y me atraviese el pecho”), mujer-creación (“De mis lágrimas nacerá un manantial, un sueño blanco unificado”). 

Ella, penitente, doliente (“mi dolor como si el corazón estuviera creciéndome / como si empujara las paredes de la carne para salir”), aferrada a lo incorpóreo, a la fe (“Creer como un arma definitiva contra la oscuridad / una potencia infinita y antiefímera: irrebatible”), vacilante y titubeante (“aspirar al conocimiento para creer mejor / ¿significa demostrar menos fe?”). Ella y su deseo de ser pájaro, de ser pájaro que reza, pájaro mudo, pájaro silente, cercano al cielo (“Rezar para hacerse uno silencio / para escucharse mejor. / Rezar como el pájaro que vuela”). 

Magdalena espera (“Quiero hacer de la espera un milagro contra la adversidad / a través del misterio / a través del pensamiento /a través de la lamentación”). Magdalena encarna la espera desde un abandono sutil que no mira a los ojos de la vela sino a través de ella. Magdalena espera con la mano posada en el cráneo “como quien sostiene algo que acaba de nacer”, espera en la desnudez de su celda (“Porque estoy aquí, en el centro de la nada”), espera en la oscuridad (“Porque después de la noche solo hay / una noche más blanca / en la que me consumo”). Magdalena, mujer-tiniebla. Magdalena, mujer-quietud, mujer-oído, mujer-tiempo (“El silencio redime el tiempo. / El tiempo es la música de la espera”). Y en la espera, en la encarnación de la naturaleza de la espera, Magdalena es hueco, vacío, grieta, abstracción cansada, aullido (“Date prisa en socorrerme”). Es glaciar en el pecho, huida sin destino, oscuridad frente a la llama que “asciende y se acaba diluyendo en el aire de la habitación”. Es surco y abertura cerrada, es zanja sobre la piedra fría, es el hoyo cóncavo de la angustia, hasta que “junto a la espera llega el poder de sobrellevarla”. 

“De tanto contemplar un incendio 
me he convertido en incendio.

De tanto permanecer en silencio
me he convertido en silencio.
De tanto hablar del desierto
me he convertido en desierto.
De tanto esperar a Dios
me he convertido en Dios.” 

Los versos de Morellón dibujan un cuadro paralelo al de de La Tour, a la manera de los esbozos/estudios de los pintores, con pequeñas diferencias en los matices de las palabras, en el énfasis en un lugar u otro del cuadro (la vela, los libros, la calavera). Poemas encadenados a una descripción inicial cada vez distinta en un juego de las diferencias resuelto en las palabras de Magdalena. Mística de la trascendencia más allá del monoteísmo católico, mística del estado sagrado del espíritu de Magdalena (y, por ende, del de Morellón que le da la voz). 

Magdalena, conocimiento omnipotente, estática en el interregno donde las fuerzas opositan (“de donde hay incertidumbre, amar la idea / de donde hay miedo, amar lo imposible”). Ella, mujer-templo, mujer-cuerpo, mujer-virgen (“Mi sexo es una piedra redonda / un desierto sin semilla”), mujer-carne (“no siento que esté haciendo las cosas / sino que las cosas me están haciendo a mí”). Ella, catábasis y anábasis, viaje a los infiernos y ascenso místico. Ella, éxtasis (“Me he convertido en la Madre / Magna Mater deorum Idaea / un origen sin origen”). Ella, penitente y venerada, llama y herida, vida fértil extramuros, votiva inagotable, “entregada al momento eterno, dejando que las lágrimas se evaporasen, ha cerrado los ojos para soñar con un árbol de fuego que hunde sus raíces en el corazón de Dios”. 

Magdalena, fecunda y fecundada por la palabra de dios, palabra-lenguaje-voz-luz, llama y llamada, disolución infinita, promesa gestada: “En el fuego de la espera ha nacido mi palabra / y el mundo ha de creérsela”. 

La Madeleine à la veilleuse permanece en la penumbra, con el rostro semioculto, con “el calor de la lámpara como una música sin sonido” y “entregada al momento que es eterno”. Una eternidad que se agranda gozosamente en cada relectura del poemario, una eternidad enardecida y resignificada gracias a Alejandro Morellón.


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