El año en que murió John Wayne, de Juan Gracia Armendáriz (Pre-Textos) | por Juan Jiménez García
¿Por qué, durante la lectura del libro, me vienen a la cabeza los Crímenes ejemplares de Max Aub? No sería absurdo pensarlo si hubiera leído el libro de Aub, pero nunca lo hice. Por nada en particular, como tantas cosas. Tal vez sea el título lo que encaja de alguna manera y en algún momento con los relatos de Juan Gracia Armendáriz, aunque lo exacto es que los crímenes no serían ejemplares, sino más bien episodios de una historia de la destrucción del otro. Pienso en los relatos mientras pienso en mi agotamiento. Una confesión: a veces, como un corredor de fondo, me siento incapaz de seguir leyendo, de seguir pensando en la lectura, de seguir con todo esto. Antes lo resolvía leyendo a Antón Chéjov, a Georges Simenon, leyendo cosas seguras. Ahora, simplemente, todo se vuelve pesado, lento, como (Bohumil Hrabal) si me hubiera caído en un tarro de miel. Entonces, me resulta imposible volver sobre los libros, que se convierten en un misterio, en un azucarillo diluido que soy incapaz de reconstruir. Solo es eso: una disolución. Un desvanecimiento. Entonces, cuando el libro desaparece, cuando solo quedan leves destellos, pequeños rastros, inciertas impresiones, en mi cabeza surgen otras cosas, como si el libro desencadenara un proceso químico (alquímico) que me lleva por caminos que de otro modo no transitaría. El libro como constricción.
Paso las hojas de El año que murió John Wayne. Intento encontrar un lugar donde agarrarme, dentro de esa narrativa perfectamente construida. Recuerdo pensar en esa escritura mientras leía. Esa escritura me lleva a los espacios estancos. ¿Espacios estancos? Sí, cómo decirlo… Vivimos sometidos a todo tipo de impulsos externos. Podemos incluso afirmar que buscamos esos impulsos externos y que, sin ellos, nos sentimos incapaces de reaccionar, de proponer. En algún momento hemos perdido el sentido inverso de las cosas. Es decir: ser capaces de que las cosas salgan de nosotros sin ser llamadas. Ella duerme a mi lado, después de una mala noche. Hace calor y está el ventilador encendido, son ese ruido monótono, insistente. Miro alrededor. Una mesa desordenada con libros ilustrados abiertos por imágenes de plantas, unas flores secas, preservadas, ahora (tal vez ya antes) con colores mates, sin brillo, de una belleza glacial. Siento que el tiempo se espesa. Que el aire alrededor tiene consistencia. Fuera, en la calle, el ruido, a ratos escandaloso, de las gaviotas reidoras, que se superpone al de otros pajarillos. Esa sensación de que algo tiene que ocurrir, aunque nos sintamos perfectamente bien en esa sucesión de nadas.
Ahí, en ese tiempo estancado, en ese aire quieto, en ese lento palpitar de las cosas. que quieren anticipar algo, se instalan los relatos de Juan Gracia Armendáriz. Su mirada se detiene en seres que surgen de esa espesura, que atraviesan un mundo detenido, que ponen los relojes en marcha. Los relojes y el sonido del mundo. La maquinaria que mueve las tragedias. Los engranajes que se empujan entre sí. La desgracias de la infancia, el destino y el azar, la vida y la muerte, las delgadas líneas que atravesamos o que son atravesadas por los otros. Ir, estar, volver, regresar, perder, encontrar. Una escritura que surge del interior y se derrama sobre el exterior. Sobre el mundo y sobre nosotros. Esa fina lluvia que nos deja mojados, empapados, ese calor que se adhiere, sin solución, a nuestros cuerpos. Esos rayos y truenos, cada vez más seguidos, de tormenta que se acerca. Lapsus momentáneos de la razón.
Nada peor que «literaturizar» la lieratura . Esto no es una crítica, lo de JGJ son las impresiones literarurizantes de una mente adolescente que cree hacer una reseña tomando como supuesto objeto un nuevo libro de relatos de los que no sabe decir o analizar absolutamente nada. Si fuese la reseña de un libro de poemas, la lectura sería doblemente insufrible y pretenciosa.
Qué falta de rigor y seriedad. Por favor, no usen el ensayo o la crítica para «fabricar» estos mamotretos. Auerbach, Adorno o Antonio Cândido debem estar revolviėndose en sus tumbas