La vida breve, de Juan Carlos Onetti (Debolsillo) | por Juan Jiménez García

Juan Carlos Onetti | La vida breve

Leí La vida breve en busca de algo recordado. Ese algo recordado era mi primera lectura de Juan Carlos Onetti. Pienso en ella como algo no demasiado lejano (y sin embargo no puede ser así). Perdido el sentido del tiempo, quedaba el sentido de una página, una página que me había conmocionado, y nada recordaba de ella. Un fragmento en unas escaleras, y nada recordaba de ella. Sí, estaba Santa María. Mi primera lectura está irremediablemente unida a un verano. Unos días de verano en el pueblo, un piso alquilado por mis padres, junto con mis tíos, cerca de la rambla, de esa calle de tómbolas y quincallas. También de alguna atracción de feria, que aún en el sopor de las horas de siesta, hacía sonar su música, esa música de atracción de feria. Yo leía tumbado en la cama, mientras los demás dormían. Y era feliz. Con esa felicidad que pide tan poco y que no sabemos cómo reproducir, atrapados en el torbellino de nuestras confusiones contemporáneas. Entonces, ahora, pensé que entonces leía La vida breve y que, ahora, de nuevo, años después, debía volver a empezar por ese único libro leído. Pero no tardé mucho en advertir que no eran el mismo libro. Pero si no este, ¿cuál? No lo sé. Tal vez nada existió. Ni aquellos días, ni aquella feria, ni aquella cama, ni esa Santa María. 

En La vida breve, su protagonista, Juan María Brausen, está prisionero de su presente. Su presente es la cicatriz de un cáncer extirpado a su mujer, Gertrudis. La herida. Su presente son las voces al otro lado de la pared. Es otra mujer, la Queca. Y su presente es esa agencia de publicidad para la que trabaja, pero en la que ya no le queda mucho. Para escapar de su presente, imagina al doctor Diaz Gray, que vive en un rincón de su imaginación, llamado Santa María. Imagina al doctor Diaz Gray y a una mujer misteriosa, que aparece un día en el pueblo y en su consulta, Elena Sala. Y desde ese momento, todas estas mujeres y alguna otra poblaran la realidad y esa otra realidad que solo está en su cabeza. Y todo es una huida, hasta que hay una huida real. Pérdidas, una sucesión de pérdidas, una ensoñación de tiempos, personajes y lugares. Frecuentar abismos, habitar melancolías y tristezas, trazar límites y caminar por esos límites.  

Juan Carlos Onetti empezó con ella Santa María. Empezó también una segunda época, que sería una tercera en su exilio español, en el que tuvo que reencontrar su escritura, perdida en el viaje. La consideró siempre como su mejor novela (dicen, pero le oí decir que eran Los adioses), y un escritor como Mario Levrero, recordaba su cuarto capítulo, Naturaleza muerta (en realidad recordaba mal: era el séptimo) como uno de esos momentos importantes de la literatura latinoamericana. Es difícil escribir sobre aquello sobre lo que ya se han escrito cientos, miles de páginas. Pretender decir algo nuevo, cuando todo es precisamente inédito, cuando poco importa. Sin embargo, aun en el intento, no podemos escapar a la necesidad de la lectura. Porque en el escritor uruguayo, en esa lectura, en esa misma naturaleza muerta, está contenido algo que difícilmente podremos verbalizar. Un temblor. Un vértigo.  

Leo la introducción de Hortensia Campanella a sus obras completas, publicadas por Galaxia Gutenberg. En ella dice que su obra habla de la incomunicación, el fracaso, el pesimismo vital, el erotismo complicado. Y más adelante, cuando escribe sobre su primera novela, El pozo, encuentra en ella esto mismo y eso mismo que será una y una vez más: la frustración ante la incomunicación con el otro, la sensación de fracaso y de soledad que ello reporta al individuo, la búsqueda de nuevos resultados para esta ecuación mediante el amor, la presencia de la muchacha como criatura pura que necesariamente sufrirá quebranto, la alteración de los planos de la realidad a través de los sueños, empleados como medio para trascender ese cúmulo de insatisfacciones. Me gusta porque son unas líneas que prueban a encerrar el aire de muchas obras. A partir de aquí, estamos solos. Onetti solo entendía escribir. Vivir era escribir. Escribir era contar. Leer es esperar. Pienso.


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