Siete vidas, de Josep Maria Beà (Astiberri) | por Juan Jiménez García
Decía Jean-Pierre Melville en Al final de la escapada, de Jean-Luc Godard, que él quería ser inmortal para luego morir. Era un bonito deseo. Tras él, tal vez uno encuentre que no se muere una sola vez, sino muchas, y que somos inmortales, hasta que morimos. Tal vez no sean siete vidas, como una gato cualquiera, sino menos. O más. Momentos decisivos en los que nuestra vida hasta ese instante muere para encontrarse con otra que empieza. Momentos por los que ya nada, a partir de ese instante, podrá ser igual. Y ni tan siquiera se necesitan grandes acontecimientos, guerras o destrucciones. Simplemente algo. Ese, tal vez, es el punto de partida, allí donde se instala Josep Maria Beà en este Siete vidas.
En su prólogo, Rubén Lardín nos sitúa en el momento en que se encontraba Beà, ocupado en mantener, de alimentar, la revista Rambla. Acaba de cumplir los cuarenta años y esa es una crisis más en la vida de una persona. La edad de la melancolía o, para entendernos, ese momento en el que empezamos a tener la certeza de que los sueños de juventud no se cumplirán y que esto es lo que es. En ese punto, uno vuelve la vista atrás, a ese pasado lejano y, por tanto, fácilmente maleable, hecho de aquello que ocurrió y aquello que estamos convencidos de que ocurrió. Esas falsas verdades, tan ciertas como las otras. Para ello, siguiendo a Robert Crumb, decide deshumanizar a sus personajes o animalizarlos, como se prefiera. Convertirlos en gatos los hará especiales. Y además, les permitirá morir varias veces. Siete. Siete muertes del espíritu.
Cada muerte es un fragmento de vida. Aquella mano misteriosa que surgía de las profundidades de una cama y que por un duro te hacía atravesar ese muro que separa la infancia de la edad adulta, ese muro que está en nuestras cabezas. Una paja y un bolero cantando eran suficientes. Cómo nos hemos complicado. Esos personajes ciertos o inciertos que nos cuesta imaginar como reales. El vendedor de puros callejero Galápago (llamado así por su joroba), enfrentado al mundo. Galintia, esa muchacha surgida de la nada, del verde del horizonte, y que solo pretende despedirse de su infancia jugando por última vez. El territorio mítico de aquel tiempo mejor. Pero no, este no era un país para gatos. Un país en el que no ir a misa podría abrir la puerta del infierno, o una muchacha masturbándose podía acabar con una vida, la suya, o un pueblo entero. Nadie es inocente.
Josep Maria Beà no solo es un extraordinario dibujante, uno de los mejores que ha dado el cómic español, un clásico, después de todo (si esa palabra nos aporta algo). Su capacidad como narrador y su habilidad para encontrar el tono necesario (su visión del infierno, por ejemplo, en la cuarta muerte), le permiten escapar de lo innecesario para ofrecer una obra sin desmayo, en la que cada momento encuentra su justo espacio. Siete obras es un cómic breve pero de una especial intensidad, un cómic que parte al encuentro de un tiempo y lo hace con una rara melancolía. Nada está perdido, todo sigue ahí, en otro lado. La acción dejó su lugar al pensamiento. El tiempo se ha detenido.
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