Destellos de belleza, de Jonas Mekas (Caja Negra) Traducción de Pablo Marín | por Óscar Brox
Jonas Mekas rozó el siglo de vida conservando una extraordinaria energía cultural y esa precisión, cultivada a lo largo de los años, para convertir hasta el detalle más insignificante en un pedacito de poesía viviente. En pocos casos un trabajo -su labor al frente del Anthology Film Archive- propulsó una simbiosis con su forma de mirar el mundo. Fragmentaria, abundante, como trozos de una biografía compuesta por rostros y lugares que respondían a un determinado momento cultural. Nueva York durante la efervescencia de la contracultura, Europa vista a través de las nuevas vanguardias surgidas en las décadas posteriores a la 2GM, los beats, la Factory, Fluxus, las cámaras Bolex y las videocámaras, las cartas y los infinitos destellos con los que Mekas trazó -o, más bien, tramó- una biografía personal que, casi al mismo tiempo, fue también retrato de una época.
Destellos de belleza es, por tanto, un libro fragmentario, de cartas, impresiones, anécdotas y pequeños detalles. Un libro de recuerdos, de hechos (la mayoría) devorados por la nostalgia, que Mekas cuenta con la misma energía con la que los filmaría, arrancando mediante unas pocas palabras el deseo de volver a vivirlos. Pienso, por ejemplo, en ese encuentro casi furtivo con Lennon y Yoko Ono tras su llegada a Estados Unidos, pero también la energía con la que describe el impacto de aquel primer visionado de Arnulf Rainer, la obra maestra de Peter Kubelka. Mekas, visto así, fue un tipo habilidoso para trasladar con sencillez lo extraordinario de un momento cultural; en parte, porque se movía por ese mismo escenario y podía considerarse amigo de sus protagonistas; en parte, también, porque había entrenado sus ojos para saber cómo espigar ese mundo alrededor (el clima, la violencia y la ansiedad turbocapitalista americana) para quedarse con la belleza de las pequeñas cosas. Con esa sucesión de destellos capaces, por sí mismos, de esclarecer toda esa belleza en mitad del ruido.
En verdad resultar conmovedora esa América en la que uno se topa con el trabajo de Richard Leacock, Ken Jacobs o Jerome Hill (acaso una de las anécdotas más hermosas del volumen), con esa carta-retrato-elegía a Barbara Rubin, en la cual Mekas se lamenta por haberla conocido tan solo la mitad de su vida (17 años, falleció apenas rozados los 34). En aquella América, que todavía no se había emborrachado de posmodernidad y nadería, uno podía encontrar un foco cultural potentísimo, una escena (el Living Theater, por ejemplo) en permanente experimentación y la performance (de George Maciunas a Nam June Paik) como instrumento para habitar ese espacio. Y no solo eso, pues Mekas recaba datos de cada lugar que pisa, de cada extraño al que conoce; relatos que perfectamente podrían funcionar como gags o como cantos fúnebres a un mundo que desaparece.
Con todo, Destellos de belleza no es un libro obcecado en retratar aquellos días como momentos de gloria. Al contrario, el lector que se acerque a la escritura de Mekas observará las dificultades que una y otra vez atravesó el cineasta para poner en marcha sus empresas y actividades culturales, obligado a buscar ayuda económica (prácticamente) constante para mantenerlas abiertas y operativas. De hecho, no son pocas las ocasiones en las que describe a su hermano y a sí mismo como unos vagabundos (en la anécdota dedicada a las galletas de Anaïs Nin) que apenas podían vivir con lo puesto mientras trataban de sacar adelante sus ideas. Algo que habla de esa potencia cultural latente en los trabajos de Mekas y en la sencillez con la que hablaba de revistas, círculos, archivos o programas dedicados, precisamente, a conservar un cine y a unos cineastas que, de otra manera, habrían caído en el olvido. Es por ello que este libro se antoja una especie de cofre del tesoro, de extensión literario de aquel archivo físico en el que su autor glosa años y años, vivencias, ideas y, por qué no, anhelos, destinados a permanecer en el recuerdo con la misma facilidad con los que nos los entrega. Como historias, narraciones, destellos que hacen las veces de rollos de celuloide, cartas, revistas de papel o videocasetes en los que comprimir casi medio siglo de incansable actividad cultural.
Mekas siempre tuvo esa habilidad (y, diría, esa modestia) a la hora de transmitir la belleza de las cosas. Recuerdo como uno de sus momentos más hermosos cuando, en mitad de Reminiscencias de un viaje a Lituania, muestra el color de unas bayas, uogos, tan intenso, tan sabrosas, que tienen el efecto proustiano de devolverle a una época casi infantil, edénica, alejada del fuego y las sombras de la Guerra. Y ese, exactamente, es el mismo fulgor que encontramos en estas memorias que son también diarios que son también bocetos, cartas, palabras y recuerdos para hablar de amigos, lugares y cultura. Un libro hermoso para celebrar el centenario de uno de los hombres más importantes del cine.