Contranarrativas, de John Keene (Pálido fuego) Traducción de José Luis Amores | por Óscar Brox
Antes de empezar su colección de relatos, John Keene invoca al fantasma de James Baldwin para preguntarnos qué es -para un autor, pero probablemente también para un lector- historia y qué no. Y qué hacemos con la Historia cuando esta resulta tan problemática para, por ejemplo, la raza negra. No en vano, la de los Estados Unidos está atravesada por el racismo y la esclavitud como un pasado mucho más tormentoso que su guerra civil o su escalada hacia la revolución industrial. Es esa clase de mancha humana presente en cada documento o narración, de la que no se pueden desprender los acontecimientos y que reclama, una y otra vez, hacer frente a los demonios del pasado. En ese sentido, no creo que Keene esté muy lejos de lo que autores como John Barth o Robert Coover han practicado en su literatura. Contranarrativas podría ser una muestra de invasión literaria o de ficción descolonizada, en tanto que su autor se vale de textos, anécdotas y situaciones más o menos históricas para intervenirlas y resituarlas desde otra óptica. Lo que Coover hace desde la ironía, practicando sexo con los referentes culturales más notorios de la Norteamérica pop, Keene lo hace desde el archivo y el documento.
Contranarrativas podría evocar las ficciones meticulosas de Borges. Visto así, no cuesta imaginar a Keene perdido en la biblioteca del college entre legajos, archivos y piezas de época. La tarea, pues, funciona en dos direcciones: de un lado, la puramente literal. Keene parapetado tras el disfraz de cada época anotando, parodiando, imitando, reformulando o rescatando una escritura caída en el olvido. Puro músculo creativo. Del otro, en cambio, está el ejercicio de contraescritura: agarrarse a la letra pequeña del documento para encontrar al hermano o a la hermana que, de pronto, se sitúan como personajes centrales de la narración. El esclavo liberado que toma la palabra. El proscrito, el extraño o el ignorante al que Keene concede el tiempo suficiente como para convertirse en docto. O, simplemente, en alguien con una historia que contar. Otra Historia que su ficción rehabilita, pasando por encima de lo que tanto se ha escrito con anterioridad. Puro músculo moral.
Dicho así, la obra de Keene resulta un artefacto literario, cóctel molotov frente a las convenciones históricas cocinadas de Norte a Sur de América y vindicación de todos aquellos personajes marginales que, sin embargo, también ayudaron a contar su época. ¿Un ejercicio de estilo? Por supuesto, si pensamos en relatos como los del encuentro entre un George Santayana en pleno apogeo filosófico y un negro que tiene, por qué no, otras tantas preocupaciones filosóficas, que Keene explora a través de sendos diarios personales. O en esa investigación a caballo entre la historia y la filología sobre el destino de un apellido en la formación del Brasil moderno. En un caso y en otro, el autor no renuncia a su disfraz, que es casi como decir a su aparente invisibilidad, mientras en todo momento se sirve de esos ropajes para fabricar la ficción más excelsa. O dicho de otra manera: Keene sabe cómo ser posmoderno sin tener que limitarse a ello. Su capacidad le da para ir más allá del disfraz del estilo, para socavar las bases de la historia de la América moderna y lanzarle a la cara todos esos personajes silenciados, marginados o triturados por años y años de violencia racial.
Frente a Mark Twain, probablemente uno de los padres de la América moderna, elige la figura de un esclavo liberado, Jim Watson, para revisar la historia de los Estados Unidos de Huckleberry Finn y Tom Sawyer. En Los aeronautas, ambientada en esa América maltrecha que todavía mira con recelo fuera lo que sucede fuera del estado de Pensilvania, se las apaña para colar en los primeros viajes en globo al negro que ha tenido que vivir toda una serie de aventuras y dificultades para recalar en el centro de investigaciones aerostáticas. La historia de sangre y fuego del catolicismo en las américas la reescribe un esclavo liberado y, en fin, Keene le da la vuelta a los tópicos para sacudirlos sobre la página en blanco. Quizá sería mejor decir exorcizarlos. Revolucionarlos. Ponerlos patas arriba. Como si pretendiese escribir una Nueva Historia, igual que hizo Alberto Savinio con los enciclopedistas franceses o Schopenhauer con la Filosofía c. Siglo XIX. Una muestra de bravura narrativa e investigación moral -no en vano, la Historia hace aflorar las desigualdades, los discursos silenciados y las figuras marginadas- escrita como si se tratase de una filigrana literaria. La contraescritura de un documento.
Qué es historia y qué no. Otra vez Baldwin. Otra vez la pregunta que flota en las páginas de Keene. La de Contranarrativas, definitivamente, lo es con h minúscula. Y, en cierto modo, el esfuerzo de su autor pone en evidencia cuántos elementos son necesarios para invocarla, para intervenir esa otra, la oficial, y parodiar la letra escrita en los documentos hasta convertirla, casi, en un grafiti. Keene es un invasor, como lo es también Coover o aquel Barth que imaginaba en la Bahía de Baltimore los temas y personajes de Bocaccio. Pero aquí el acento es todavía más moral y el estilo un arma preparada para reescribir el pasado. Reinscribir sus márgenes y sus notas de pie. Esos personajes olvidados que, de pronto, le roban el protagonismo a los que, desde hace dos siglos, se han erigido en voces autorizadas de la Historia. Un ejercicio de contraescritura. De contramoral. Definitivamente, de pura inteligencia literaria.