En su prólogo a Sobre lo azul, de William Gass, Belén Piqueras señalaba la que puede ser una de las descripciones más ajustadas para entender el estilo de autores como Robert Coover, William Gaddis, Gass o, para el caso, John Barth: el artista como fundamento verbal del texto. Precisamente, el escritor de El plantador de tabaco era uno de los ejemplos más frecuentes de Gass a la hora de explicar el poder de la metáfora, al reconocer su capacidad para sortear todo aquello que de manido puedan tener determinadas expresiones para desplazar el erotismo, el brillo o la genialidad al lenguaje. Al poder de penetración de la escritura. De las palabras. En ese sentido, cuesta creer que Barth apenas hubiese cruzado la barrera de los veinte años cuando escribió La ópera flotante, en tanto que su novela se erige en un ejercicio de estilo. Y otro tanto sucede con El final del camino, que bien podría haber sido un tratado de filosofía del lenguaje y proposiciones lógicas, si no fuese por el sentido del humor y el examen de las pasiones humanas que lleva a cabo su autor en ella.
Tanto Todd Andrews como Jacob Horner, los protagonistas de ambas novelas, son narradores primerizos; pero no por ello dejan de conducir el relato por numerosos vericuetos, transformando esa línea recta inicial que puede dibujar la historia de dos triángulos amorosos en un recorrido serpenteante por la comedia humana. Repleto de saltos, fugas, burlas y, por encima de todo, un enorme respeto por el lector. Por un lector que se deja llevar por Barth y sus criaturas sin saber muy bien cómo reaccionar. Como ese Horner que hace de su cinismo, cuando no su nihilismo, un caballo de Troya para perforar la realidad de una sociedad ordenada y fría, obsesionada por enfrentar sus deberes con sus deseos, sin saber qué hacer cuando una decisión impulsiva y precipitada desmonta la fachada de coherencia con la que dirigen sus vidas.
No en vano, Barth tenía un ojo puesto en Boccaccio y el otro en Machado de Assís, por mucho que la Bahía de Baltimore no fuese el escenario renacentista ideal. Y por mucho que sus protagonistas se muevan entre la monomanía -ese Horner condenado a encontrar su línea de actuación en la figura de Laooconte- y el infantilismo, entre los golpes bajos, el erotismo más rastrero y, paradójicamente, la clase de sinceridad que logra desenmascarar las imposturas de una sociedad -la de finales de los 30- anclada en una forma de pensar absolutamente incongruente. Perdida en los caprichos de una burguesía atolondrada -como los Mack de La ópera flotante-, de un orden desesperadamente caótico -los Morgan de El final del camino– y los traumas de una educación sentimental tan artificial como la visión de una América emancipada y autosuficiente.
Si en La ópera flotante el conflicto a tres bandas entre Todd y los Mack es más bien humorístico, lo es, sobre todo, porque Barth parece preguntarse (y preguntarnos) qué es eso que nos hace confiar en el aspecto humano de las cosas, si nuestras emociones son un puro revoltijo de incongruencias del que difícilmente se puede sacar algo en claro. Paradójicamente, El final del camino lleva a cabo el trayecto inverso. Uno puede leer al comienzo un registro humorístico parecido, con ese loco al que su autor suelta en una pequeña población de Baltimore, pero a medida que avanza el relato el fondo se ensombrece. Hasta ofuscarse en el propio lenguaje, en los diálogos cruzados entre Jacob y los Morgan que resultan extenuantes, no tanto por su demencia sino por la sensación palpable de que Barth está reduciendo al absurdo ese revoltijo emocional que nos define como humanos. Y que en la novela concluye con una muerte y con la desaparición de su protagonista de vuelta a ese lugar del que tal vez no debería haber salido.
Tal vez uno no pueda destilar la esencia de las pasiones humanas, ponerlas de frente, sobre la hoja en blanco, sin encontrarse un auténtico amasijo de palabras, diálogos que no llevan a ninguna parte y espacios vacíos a los que cuesta encontrar un buen relleno. Y, sin embargo, no deja de sorprender la seguridad en la voz de Barth a la hora de entrometerse, avanzar y juguetear con esos asuntos que bien podrían ser material para una filosofía mayor. De reírse un poco con los tópicos del freudismo -he ahí el personaje de Peggy Rafkin en El final del camino– y parodiar los problemas de una América cada vez más cultivada que no sabe qué hacer con sus confusas pasiones. Quizá, entre otros motivos, porque le son demasiado desconocidas. O, por qué no decirlo, porque son, también, demasiado vulgares.
La narración serpenteante de Barth, su manera de jugar con los personajes, saltar de un tema a otro, picotear de la filosofía sin perder la ligereza y hablar de lo humano sin caer en lo divino, hacen de este díptico editado por Sexto Piso una delicia literaria. Una comedia humana de altas y bajas pasiones que no solo se dedica a investigar la naturaleza de las personas, de las relaciones, sino que hace del estilo de su autor el fundamento verbal del texto. Esa voz tan poderosa, tan cercana y coloquial, tan desordenada e inquietante, tan capaz de cualquier cosa, que transforma sus historias de la Bahía de Chesapeake en un tour de force entre las palabras y la viveza del lenguaje.
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2 thoughts on “ John Barth. Boccaccio en la Bahía de Chesapeake, por Óscar Brox ”