En los tiempos de la reina de Persia, de Joan Chase (Firmamento) Traducción de Antonio J. Desmonts | por Gema Monlleó

Joan Chase | En los tiempos de la reina de Persia

“Bienaventurados los humildes, pues ellos heredarán la tierra” 
Evangelio según San Mateo 5:5 

Joan Chase (pseudónimo de Joan Lucille Strausbaugh, Ohio, 1936, Massachussets, 2018) escribió y reescribió En los tiempos de la reina de Persia durante años, perfeccionando la historia con cada rechazo editorial que recibía hasta verla finalmente publicada en 1983. Novela compleja, tanto por la forma como por el retrato de sus personajes, ofrece un espejo poliédrico de la vida rural en Ohio, en el medio oeste americano, desde mediados de los cincuenta del siglo XX.  

Tres generaciones de mujeres protagonizan la novela: la Abuela (así, con mayúsculas), sus cinco hijas (Grace, Libby, Rachel, Elinor y May) y cuatro de sus nietas (Anne, Katie, Celia y Jenny). Abuela es la reina de Persia, la abeja reina, “la Emperatriz misma”, la faraona egipcia, la chamán familiar (shamán -‘el que sabe’-). Alrededor de ella sucede todo. Su infeliz matrimonio, la liberación de un futuro de violencia y maltrato vía dote monetaria entregada por su tío Burl (que se hizo rico con la construcción del ferrocarril), su transformación en terrateniente (“gracias a un hombre me salvaría de otro hombre, como si el mundo me pagara lo que me debía”), las idas y venidas de sus hijas (matrimonios, separaciones, muerte), los periodos compartidos con cuatro de sus nietas, y la granja: la casa que se erige en un personaje más. Todo lo que sucede empieza y/o termina allí: la granja como refugio, la casa como saco amniótico, la granja como espacio reparador, la casa como lugar al que regresar, la granja como fortaleza, la casa como guardiana de los secretos (“camino de casa sentíamos que la conexión con el resto del mundo se interrumpía al dejar atrás las altas farolas y rebasar el seto de cedros para internarnos en la grava oscura”). 

Dividida en cinco capítulos, cada uno de ellos aparentemente dedicado a un personaje, la novela nos es narrada por un coro femenino de voces: son las nietas las que hablan, las que cuentan, las que confiesan. Sus voces son un “nosotras” que se reajusta según lo que se relata, un “nosotras” desde el que se explica la experiencia común (“A veces nos observábamos unas a otras y notábamos diferencias. Pero casi siempre era como si las cuatro fuéramos una y los días de nuestras vidas se aunaban en una única corriente de tiempo, indiferenciada y común”). En ocasiones, como con la rebeldía y los primeros amoríos de Celia, la voz de ese “nosotras” es la de las otras tres niñas-adolescentes, y desde su visión más infantil recibimos la fascinación por lo prohibido (“ni podíamos alcanzarla ni nos conformábamos con estar sin ella. Así que espiábamos su vida con avidez en espera de que tuviese algún desliz”), el enfado por los disgustos causados a la madre, las tías y la abuela, y la incomprensión de ese momento vital de indomabilidad y desobediencia al que ellas todavía no han llegado (“como no era todavía de ningún hombre, era nuestra, nuestra obra, nuestra baza. Estas eran nuestras riquezas: los cien acres de bosque y de campo, la fortuna de Abuela, y el hechizante encanto de Celia”). En cambio, con la enfermedad de tía Grace, el “nosotras” dejará fuera a Anne (hija de la enferma) cuando esta se guarezca en el fervor religioso como refugio a su dolor (“cuando leía la Biblia, la voz le temblaba al pronunciar las palabras del canto de la estrella matutina, como si en su interior hubiese algo que también cantara”). 

La historia de Lil, la Abuela, la reina, pese a ser la que da título a la novela, no es la que está más explícitamente detallada en el libro. Su experiencia vital se filtra a pinceladas, desde escenas en las que no es la protagonista pero en las que, gracias a su manera de “estar”, comprendemos su carácter huraño, extrañamente despegado en cuanto a los sentimientos familiares, y su peculiar sentido de la justicia y de la generosidad.  

Queremos ser como Abuela, que dice a quienquiera que se le cruce: “Sé mejor que nadie lo que me hago”, con el labio inferior sobresaliéndole una milla. Cuando seamos adultas y hayamos pasado por todo, seremos así. Ordenaremos que se ahoguen sacos enteros de gatitos. Luego, por la noche, nos pondremos nuestros mejores vestidos de seda, nos lanzaremos como un cohete a las fiestas, traeremos premios para la familia. Apostaremos a los caballos.” 

Abuela, matriarca del clan a su pesar, atrapada inicialmente en un matrimonio infeliz con Abuelo (“Abuelo era el hombre más guapo de Marland County cuando se casaron. Ahora afirmaba que tampoco era superable en maldad, ni ella en padecimientos”), deviene poderosa gracias a la generosidad de su tío y es con el dominio de la(su) economía familiar que muda de esposa atrapada en reina de Persia. Los retratos masculinos en el libro son arquetípicamente violentos, a excepción del carnicero tío Dan (“con el delantal manchado de sangre y su sombrero marinero parecía estar listo para cualquier cosa”), y su nadería los convierte en secundarios a partir de los que se tejen las subtramas. Ni siquiera de sus propias historias parecen ser protagonistas ya que sólo se nos muestran en lo referente a la interacción con ellas, fundamentalmente con Grace, Libby, Rachel, Elinor y May. Abuela, leída desde el hoy, tiene comportamientos transparentemente machistas (“Abuela, nos parecía, prestaba más atención al tío Dan que tía Libby. Nos hacía bajar la voz cuando él estaba en casa y defendía las prerrogativas de todo un hombre después de un día de trabajo”) aunque se arroga, en su propio beneficio, de los roles típicamente masculinos de aquella época (“cenábamos temprano con Abuela que ya se había bañado y vestido para salir a divertirse por la noche: partidas de bingo, carreras de caballos, ruleta en un club privado, cualquier cosa excitante”). Lil, mujer, esposa, madre, abuela, cuidadora in absentia, libre por fin de ataduras en su vejez, decide, dispone y sale y entra del cuadro familiar a voluntad (“En palabras de Abuela, todo lo que había tenido en la vida habían sido hijos, trabajo y hombres inútiles, y lo que quería, que además se lo había ganado, era que la dejasen en paz”). 

El núcleo que vertebra buena parte de la novela es la enfermedad de Grace (“sus ojos, oscuros y saltones, eran demasiado para nosotras: habían visto algo cuya imagen había quedado garbada en su mirada. Lo primero y lo último”): hija de Abuela, hermana de Libby, Rachel, Elinor y May, madre de Anne y Katie, tía de Celia y Jenny, (ex)esposa de Neil. Grace padece cáncer y su resistencia agónica se prolonga durante años como un pesado manto de niebla posado sobre la granja que oprime a sus habitantes, especialmente a las niñas (“la oíamos gritar y aullar y nos daba miedo entrar en su cuarto (…) y por la noche, oyéndola, incapaces de dormir, cogíamos nuestras mantas y almohadas y nos acostábamos en el vestíbulo, lo más lejos posible de su puerta, rezando para que aquello concluyera”). La enfermedad será el espejo desde donde mostrar cómo viven los personajes este drama: Elinor desde la fe (“había venido armada de la Verdad contra el mal, des Espíritu contra la Materia”), May desde las curas (“Todas las mañanas y todas las tardes, tía May dejaba su hotel y venía a la casa a cambiar los vendajes de tía Grace y la ayudaba a bañarse. Sólo tía May podía hacerlo”), Neil desde el alcohol, las niñas entre la tristeza, la abnegación y la incomprensión, Abuela desde su propio torbellino. La muerte de Grace (no es espóiler) romperá los equilibrios familiares, despertará al guerrero indio del cuadro de la habitación, y las resituará a todas movidas por el mismo viento que arremolinaba la nieve esa noche. 

“Cuanto sabíamos de la familia procedía de estar en medio y verlo ocurrir. Debíamos ser tan mudas como paredes acolchadas, silenciosas y atentas, al margen de la acción. Las cinco hermanas nos habían ocultado sus secretos, como si fuéramos extrañas, como si sólo se debieran lealtad entre ellas y su madre, y de ampliarse se disolviera.” 

Novela rural, novela en el oeste (que no western), novela de familia (que no familiar), novela de lucha(s), novela de renuncias, novela de percepciones y secretos, novela de violencias falsamente innatas (lo atávico no es disculpa), novela de hombres indolentes y mujeres fuerza, novela generacional (de tres generaciones), novela que baila al son de la voz de voces de las cuatro niñas: ese mayestático “nosotras” que se ajusta cuando quienes narran son las hijas, se modula cuando hablan las sobrinas, se readapta cuando la mirada es la de las nietas. Novela no cronológica, novela-puzzle que sólo puede armarse con la lectura completa del libro, novela-Rashomon que narra aspectos de los mismos hechos desde perspectivas distintas, según donde Chase fija el énfasis. Novela también de aprendizaje para las niñas y de desapego(s) para los adultos (“sin un pasado comprensible ni expectativas imaginables, habíamos entrado en otra vida”). Novela moral (desde la moralidad de cada personaje), novela de dependencias, novela de aguas subterráneas, novela de mundo cerrado y oscuro y, pese a ello, luminosa. Novela circular, que empieza fuera de la granja y no terminará en ella. Los detalles, ya me perdonaréis, no voy a explicarlos: están en el libro. 

“Cuando vivíamos allí, en la granja, que estaba en los confines de la ciudad, creíamos que era el centro mismo del mundo, y que la tierra verde y dorada y las hondonadas cubiertas de bosques, que empezaban a dos manzanas de la curva del ferrocarril y se prolongaban luego hacia la oscuridad, constituían la barrera natural con el resto de la existencia, que nosotras descartábamos como las tinieblas exteriores.”


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