Dadá. El cambio radical del siglo XX, de Jed Rasula (Anagrama) Traducción de Daniel Najmías | por Juan Jiménez García
Un día, en un lugar ya convertido en algo mítico (Cabaret Voltaire) nació algo (o nada) que cambió la manera de enfrentarnos con el arte (y tal vez con el mundo). A eso se le puso el nombre de Dadá (no nos meteremos ahora en cuestiones de paternidad), para venir a decir que no tenía un significado preciso y que podía ser tantas cosas que en realidad no era ninguna de ellas. El primer objetivo estaba conseguido: iniciar esa ceremonia de la confusión. Pero leyendo el libro que ahora publica Anagrama, escrito por Jed Rasula, llegamos al final a la conclusión de que en realidad Dadá lo fue todo. Existía antes de él, existió después de él, existió en todos lados. Fueron dadaístas algunos que nunca habían oído hablar de tal cosa y no lo fueron otros que suspiraban por ello. Y, además, estaba en todos lados y, como microbio virgen que era, acababa aquí y allá con poco menos que el estornudo de alguien en alguna parte del planeta, desde Alemania a Japón.
Dadá empezó en Zurich mientras Europa se sacaba las tripas de trinchera en trinchera, durante la Primera Guerra Mundial. Dadá es producto de la huída y de la herida. Hugo Ball montó aquel cabaret en el que empezó todo con Emmy Hennings, pero pronto se desentendió de este y de aquellos otros. Aquellos otros eran fundamentalmente Tristan Tzara, un jovencito rumano que había pasado su adolescencia (si es que esta había acabado) soñando con cambiar las cosas. Y Marcel Janco, Hans/Jean Arp, Hans Richter y Richard Huelsenbeck. Su revolución empezó en las tablas y era de viva voz, grito y obra. Música, máscaras y movimiento. Dadá iba contra la razón o contra lo establecido. Habían conocido el futurismo y ahora querían acabar con el presente. No eran un movimiento de vanguardia desde el momento en que no se proponían crear nada. Lo suyo era la destrucción y su éxito ser apaleados. Dadá no era una manera de entender la vida, sino de no entenderla.
En ese sentido, su importancia no radica en su novedad con respecto a una desmitificación del arte (puesto que Jarry o el cubismo, entre otros, podían haberlo hecho antes y, en Estados Unidos, estaban Francis Picabia o Marcel Duchamp) sino en su puesta en escena. Como significaba nada y a la vez lo era todo, cada cual interpretó las cosas a su manera. Sin duda, su desarrollo más importante vino desde Alemania, a través de varios centros. Desde el Berlín de Georges Grosz, John Heartfield, Hannah Höch o el Oberdada Johannes Baader, al Hamburgo de Kurt Schwitters (que como no lo reconocían Dadá se inventó Merz). La lista es incompleta y sus intenciones, muchas veces, fueron políticas, como reclamaban los turbulentos años de la República de Weimar (no pocos de ellos fueron considerados arte degenerado).
Pero sin duda, igualmente, es que allí donde supo prolongarse (y donde supo morir oficiosamente) fue en París, lugar hasta el que se fue Tzara, para encontrarse con jovencitos que sentían devoción por él (no duró mucho), como André Breton y Louis Aragon. Tras algún que otro escándalo y tras intentar Tzara convertirse en un mito, lo que logró fue dejar paso al surrealismo (dejar paso es un decir, porque más bien le pasó por encima). Dadá, devorado por sus hijos, pasaba a convertirse en otra cosa. La protesta dejaba lugar a la teoría y práctica.
De Dadá parece que procede todo lo loco y todo lo rabiosamente contestatario que ha surgido en este mundo tras él. Contra la monotonía y la repetición por la costumbre, las vanguardias que vinieron le deben el haber arrojado a patadas ese pesado lastre. Jed Rasula traza un vívido retrato ya no solo del dadaísmo, sino de todo aquello que convergió y partió de él, atravesando países, movimiento, publicaciones y vida y milagros de un buen puñado de artistas. También de cómo estos se relacionaron con el mundo (cosa nada fácil) y entre ellos (cosa aún más complicada). Muchas veces a través de sus voces, otras tantas a través de su movimientos. Todo para trazar la aventura de unas pocas décadas que cambiaron la relación del hombre con el arte y la del arte consigo mismo. Unas décadas para las que Dadá fue el disparo. No de salida, no al aire, sino contra todo, de frente, contra su tiempo.
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