Atila, de Javier Serena (Sloper) | por Gema Monlleó

Javier Serena | Atila

Atila no es un ensayo. Atila no es sólo una novela. Atila, reedición de la misma obra de Javier Serena (Sloper, 2022; y antes Tropo, 2014), es una ensoñación sobre los últimos años de la vida de Aliocha Coll (Barcelona, 1948- París, 1990), panteón de los malditos, malogrado escritor barcelonés de buena familia con la que rompió en episodios sucesivos y que (mal)vivió los últimos años de su vida en París, donde se suicidó una vez terminada su última obra: Atila.

La vida de Aliocha (“ausente de la vida por su sueño de escribir”), fascinante a nivel literaria pero absolutamente invivible y trágica, estuvo siempre orientada a la creación artística de una obra tan compleja que (a sabiendas o no del propio Coll) difícilmente podría alcanzar no ya el éxito sino apenas el reconocimiento. Persona-personaje, obsesivo-obsesivísimo en su escritura, maldito por decisión propia: “tenía el aspecto de un intérprete arrebatado por la fiebre de la música, moviendo los labios según el ritmo de un estribillo que sólo él podía oír, con el pelo desordenado por el viento y el cuerpo recorrido por una rara vibración, tan ausente y pensativo parecía indiferente a todo cuanto le rodeaba, concentrado en exclusiva en la lectura de un papel que sujetaba a un palmo de la cara”.

Su apuesta singular era una literatura indescifrable cuyo único posible lector, en palabras de Serena, “parece ser él mismo. Sus frases no tienen sentido, es un lenguaje sin referencias a la realidad, aunque tiene ritmo y musicalidad, talento y trabajo, y una intención inteligente que, sin embargo, solo parece perceptible para él”. Con fingida o no voluntad de inédito, o al menos totalmente carente de preocupación por el éxito “todas sus novelas están escritas por él y solamente para él, como si se hubiera extraviado durante años entre las bestias de una selva y hubiera acabado por inventar un idioma propio”. Serena, el personaje (en el libro a modo de Carrère), es un periodista de El paseante que entra en contracto con (acá) Alioscha para realizarle una entrevista y entablan amistad, una amistad que se convertirá en el núcleo-pretexto de esta obra-homenaje

Autoficción, ensayo novelado, novela pseudobiográfica…, esta es una narración escrita desde la admiración y que desprende melancolía y cierta impotencia hasta el final. La recreación ficcionada de los últimos años de Coll en París, su deambular por la ciudad al modo de Rimbaud y Baudelaire, “su forma alucinada de mirar a todas partes, con los ojos siempre abiertos y expectantes, como deslumbrado de manera permanente”, la aceptación convencida que tras la obra sólo puede llegar la muerte, el malvivir laboral como medio para no perder el foco en lo único importante: de nuevo la obra (recogía las basuras de su edificio: “tan acostumbrado a desenvolverse en el fracaso que ni siquiera le dolía que alguna noche le ridiculizaran haciéndole cargar con bolsas llenas de piedras”), todo ello está en este relato en el que el sufrimiento del autor-narrador-testigo parece ser siempre el mismo: llegar a París y comprobar que Alioscha sigue a- vivo y b- cuerdo. Sin ser espóiler, las dos opciones van diluyéndose a medida que avanza el texto.

En el libro, junto a la voz de Alioscha (aullidos de dolor por la vida), se percibe también clara y nítida la voz de Serena. Los detalles en los que se detiene, un fraseo contenido que aún así no puede evitar cierta épica en el relato, un desarrollo interrumpido en muchas conversaciones que dan el tono del ¿pensar, sentir, vivir? de Coll, el esbozo de escenas que, aunque tal vez no fueron, nos sitúan en una realidad literaria que cumple el fin último del relato: la dolorosa descripción  del descenso a los infiernos de un alma atormentada (“un extranjero entre los vivos. Un hombre deshauciado, sin posibilidad de redención, incapaz de comprender las pasiones y las luchas del resto de la gente, con tal costumbre de pasar de una emoción a la contraria en un instante que hacía de él un ser por completo imprevisible”).

El final de Alioscha, la finalidad de su vida en los últimos años, es sólo uno: “acabar su última novela Atila, y reunir los fármacos precisos para matarse”. La tarea titánica que significó para él la escritura de su novela no tendría más consecuencias que la de su propio final. Definida en ocasiones como obra de vanguardia extrema, Serena escribe: “el texto adolecía y seguiría adoleciendo hasta que lo acabara de un fallo irreparable: estaba escrito en un idioma impenetrable, no porque empleara un dialecto antiguo del español, o de alguna otra lengua extraña, sino porque se trataba del lenguaje de un hombre hipnotizado que solo otro hombre enfermo de su misma enfermedad podría comprender”. Su lucha con/contra la vida fue tal mientras existió su lucha con/contra la escritura. Rendido a la literatura, rendido tras su obra póstuma, no le quedó ya más oxígeno para luchar por la/su vida.

Coda 1: Recomiendo la lectura del obituario que le escribió Javier Marías.

Coda 2: No puedo pasar por alto que en la mítica revista El paseante se publicó la única entrevista escrita que concedió Pedro Casariego Córdoba, otro autor que concibió la vida como un recurso existencial para crear su obra.


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