Extraños , de Javier Sáez Castán (Sexto Piso) | por Óscar Brox

Javier Sáez Castán | Extraños

Ya desde su portada, un gran ojo nos observa. Acechados, sin saber muy bien si esos Extraños de Javier Sáez Castán somos nosotros o las criaturas monstruosas que pueblan sus páginas. No en vano, desde Lovecraft hasta Richard Matheson, esa confusión entre el horror exterior e interior ha animado uno de los sentimientos más arraigados en la literatura fantástico: el extrañamiento. La falta de pertenencia que funciona como palanca de acción para conectar al género con su entorno, a los síntomas con su contexto. Esa sensación de no saber si somos nosotros los que nos despegamos de la realidad o es esta, excesiva y desequilibrada, la que se despega de nosotros.

Extraños, pese a todo, nunca abandona un tono ligeramente burlón, de tren de la bruja o gabinete de doctor chiflado que apela al buen criterio del lector para dejarse llevar por sus hojas. Sáez Castán organiza el viaje con un maestro de ceremonias propio del acervo cultural del cine de terror: Vincent Price. El que fuera Dr. Phibes o Roderick Usher se convierte en guía de lectura de los tres relatos que componen el libro, en esa estructura episódica tan afín a aquellas películas producidas durante el apogeo del género. De hecho, su autor no duda en esparcir pequeños guiños en forma de situaciones -esos domingueros que, capítulo tras capítulo, se topan de bruces con el monstruo-, personajes -un Peter Lorre, época vampiro de Dusseldorf, reflejado en el cristal de una tienda- o espíritu literario. Ante todo, Extraños tiene también algo de celebración de unos viejos tiempos diluidos, casi desvanecidos, en nuestra época contemporánea. Así lo describe el dibujo y, sobre todo, el astuto uso del color. Mientras el primero aporta un tono nostálgico y pop, que hace patente el aire del tiempo, el encanto de los páramos o de las metrópolis que protagonizaban aquellas películas; el segundo se utiliza para destacar el elemento ajeno, eso extraño que penetra en una realidad monocromática, cortada por la misma pauta estética, que reacciona con estupor frente a la rareza que arrastra consigo una estela de color.

Una babosa, un gusano y una criatura anfibia. Cada uno, a su manera, fue un activo valioso en la cartera de las producciones clásicas del terror; un pequeño mito que desataba la imaginación febril de un adolescente y la crítica velada sobre un determinado ordenamiento social. Extraños nos recuerda el potencial subversivo del género al descubrir tras cada uno de sus tres relatos ese horizonte de imposturas y falsas apariencias que emerge en nuestro presente. En el primer episodio un monstruo rosa ataca una ciudad como Nueva York, extiende el caos entre sus zonas nobles, hasta que una niña desarma su amenaza al conceder a su color esa ingenuidad infantil con la que mira al mundo. Como una oda sobre la exclusión social, Sáez Castán dibuja con ironía esa fina barrera, pueril de tan prejuiciosa, que determina el límite entre la marginación y la integración. O cómo nuestro temperamento, tan poco permeable al cambio, nos hace renuentes a aceptar la diferencia, entregándonos con saña a su destrucción o, para el caso, a su transformación en algo tan monstruoso como, en definitiva, inofensivo y digno.

Como si se tratase de un catálogo de enfermedades sociales, Sáez Castán pervierte el relato del monstruo del Lago Ness para entregarnos una historia sobre la marginación y, en especial, esa obcecación por retratar unidimensionalmente a las personas. Sin relieve, sin margen de mejora, como compartimentos estancos dentro de una multitud. Aquí es un gusano que, afectado por la irrelevancia social de su identidad, se somete a una pequeña intervención de maquillaje y peluquería fruto de la cual deviene un monstruo. Un extraño, pese a ser el mismo, para los demás. La piel fina de nuestro alrededor, nos dice su autor, supone la mayor fábrica para construir criaturas espantosas. Basta con salirnos un poco por la tangente para desfigurar el insufrible costumbrismo y la rutina mortal que nos embalsama, de una vez y para siempre, en el mismo rol.

En Hollywood, la fantasía era el elemento preferido para generar producciones serializadas, repeticiones de una misma fórmula que estiraban como un chicle las posibilidades comerciales de un personaje. Una criatura marina, como la de la laguna negra, es el tercer protagonista que convoca Price/Sáez Castán en su peculiar museo de los extraños. Un falso héroe en la ficción que, sin embargo, lo es en la realidad. Una trama en la que el mundo está a punto de sucumbir ante el peligro intergaláctico, pero en la que su autor pone el acento en la mirada pasiva, prácticamente bobalicona, de una humanidad ajena a lo que ha sucedido. Como si nada fuera con ellos, blindados tras una campana de cristal impermeable a cualquier clase de ficción, a cualquier tipo de elemento extraño. Aburrida y aborrecible, como un mes en el que todos los días son domingo. Como si, en fin, el único personaje cuerdo fuese esa criatura marina que salva a la tierra de su extinción.

Frente a su nostalgia, que tan pronto picotea del imaginario de la Hammer como del arte pop, Extraños erige un apasionante discurso sobre la diferencia y la identidad. Casi todos los monstruos, los reales y los imaginarios, poseen una raíz que los pone en contacto con alguno de los problemas que azotan nuestro presente. Quién sabe, en algún momento también nosotros podemos serlo ante la mirada del otro, del colectivo o de la sociedad. Sáez Castán, entre la distancia irónica y la reflexión sentida, ha sabido extraer del acervo cultural que sirvió como educación en nuestra infancia el potencial subversivo de todo relato sobre la diferencia: ese que, cada vez que surge el temor, nos invita primero a echar un buen vistazo al espejo. Ese ojo que nos observa y nos incomoda, que nos pone en la duda de saber si en verdad no somos nosotros los extraños.


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