La nebulosa, de Pier Paolo Pasolini (Gallo Nero) Traducción de Marta Pino | por Juan Jiménez García
Noviembre de 1959. Pier Paolo Pasolini se encuentra en Milán. Encerrado en una habitación de hotel, se dedica a escribir un guion que tendrá varios títulos pero que al final será La nebulosa, editado ahora por Gallo Nero. La película está producida por un tipo del que no se sabe ni se sabrá y deberá ser dirigida por dos directores de última fila o más allá. Pero nada sale bien, y tras el trabajo agotador y haber cobrado tan solo una parte, la película no se rueda. Hasta cuatro o cinco años después y bajo el nombre ensoñadoramente poliziesco de Milano nera, con el guion hecho unos zorros. La experiencia de Pasolini con el cine no era muy enriquecedora por aquel entonces. Faltan un par de años para Accattone y todo se limita a guiones que acaban de cualquier manera, mal cobrados y frustrantes. Sin embargo, al menos La nebulosa le permite acercarse a un tema que da vuelta a su cabeza: los teddy boys.
Poco antes había aparecido en Vie nuove “La culpa no es de los teddy boys”, un artículo en el que reflexionaba, a partir de un congreso sobre el fenómeno y su violencia, sobre este grupo juvenil importado “a la italiana”. Si ya había escrito lo suyo sobre los ragazzi di vita, esos jóvenes de las periferias meridionales, sin esperanzas y sin dinero, los teddy boys podrían ser su versión del norte (a esa conclusión llega Pasolini), en una traslación casi sociológica. Frente a la pobreza del sur, la riqueza del norte engendra grupos de jóvenes burgueses (muchos hijos de fascistas y fascistas ellos mismos), que por aburrimiento se dedican a todo tipo de actividades nocturnas, que van desde la delincuencia a la crueldad, amparándose en peregrinas cuestiones morales.
La nebulosa seguirá a un puñado de ellos durante una noche. La pandilla del Rospo, chavales ciclados de cómoda posición social (excepto alguna contada excepción) que sacan a pasear su rabia simplemente ejercitando eso, su crueldad. Es curioso cómo la crueldad es algo que está estrechamente relacionado con aquella juventud que se acercaba a los años sesenta o los frecuentaba recientemente. Hace no mucho escribí sobre otro libro también editado por Gallo Nero, La estación del sol, de Shintaro Ishihara, y cómo ese libro y cineastas como Nagisa Oshima habían retratado esa juventud y su desprecio por (casi) todo. Y bien, Pasolini insiste notablemente en esa crueldad que es extensible a todos, pero que lo es de especial manera precisamente en el personaje de Rospo.
Durante una noche robarán las joyas a una virgen en una iglesia, montarán una orgía con unas mujeres a las que secuestran pero que, después de todo, son de la misma clase social (luego no tienen nada que reprocharse), e irán destruyendo, física o mentalmente, todo aquello que se cruce por su camino (personas o cosas) y que así consideren que debe ser. Ni tan siquiera el propio grupo está a salvo y, en caso necesario, también se ejercerá esa violencia sobre la pandilla de amigos (concepto algo difuso) o sobre el propio hermano.
Pier Paolo Pasolini, persona, pensador, se reserva su momento. En su errar nocturno recogen a un homosexual al que pretenden humillar. Él, en su miedo, en ese trayecto asfixiante en coche, hará un retrato del grupo, les lanzará a la cara toda la miseria que esconden, aquello que ocultan, en un momento sobrecogedor. El escritor busca las causas de aquella deriva. Pese a su condición de hijos de papá, no tiene nada que reprocharles. No a ellos. Como el título de aquel artículo, la culpa no es de ellos sino de aquella sociedad que los persigue, producto nacido, más que nunca, de sus propia entrañas. Porque los teddy boys no son ese lumpemproletariado del sur, de padres desconocidos, sino chicos bien que se revelan sin ningún objetivo, hacer por hacer.
La nebulosa, un guion de cine que se lee como una novela (ingenuamente Pasolini construyó un guion para ser fielmente seguido, con todo hecho y poco por hacer), es de este modo una obra perfectamente coherente con su propio universo, tanto literario como, más adelante, cinematográfico. Imposible no imaginarse la película, no visualizarla. Como una parte más de él, más rica, más triste, más seria, igual de trágica.