Mal dadas, de James Ross (Sajalín) Traducción de Carlos Mayor | por Óscar Brox
Esa vieja expresión que señala que el lugar hace a la persona tiene en determinados escritores una prueba de su validez. Quien ha leído a Daniel Woodrell conoce el influjo del paisaje de Missouri sobre su obra, el filo casi biográfico que adquieren la mayoría de sus pasajes. Otro tanto sucede con James Ross, de quien Sajalín recupera Mal dadas, su única novela publicada. Ross, que hizo de todo un poco para ganarse la vida, publicó en 1940 lo que venía a ser una versión destilada de la Carolina del Norte en la que había crecido; una población acotada entre aparceros, desclasados, borrachos y pendencieros que, por un puñado de dólares al mes, se dejaban llevar entre vaivenes por la vida. En el epílogo que acompaña a la edición, otro coloso del género, George V. Higgins, destaca la gran virtud del libro de Ross: su habilidad para importar a la literatura los gestos y las palabras del lugar, la amoralidad y la violencia de un entorno económicamente deprimido que continuamente se asoma al vacío. Una habilidad, dice Higgins, que granjeó a Mal dadas su anonimato durante tres décadas, tal vez el tiempo que necesitaban sus lectores para acostumbrarse a su realismo frontal y feroz.
Jack McDonald, la voz que nos guía a través de la geografía de Corinth, Carolina del Norte, se ve obligado a buscarse la vida tan pronto las deudas y préstamos aprietan cada vez más fuerte la soga sobre su cuello. En un lugar poblado por borrachos y perdedores, lo único que desvela a Jack es conseguir comida y techo, por lo que acepta trabajar en el restaurante de carretera que va a inaugurar Smut Milligan. La diferencia entre ambos es que Smut es de los que piensan en voz alta mientras Jack guarda sus confidencias para el lector. Al fin y al cabo, cuando todo está perdido la moral no es la mejor brújula para guiar nuestras acciones. Por eso, ante la suma elevada que debe afrontar Smut para liquidar los pagos de su nuevo restaurante, aquel resuelve que solo hay una solución posible: entrar en casa de Bert Ford, uno de sus clientes habituales, y obligarle por la fuerza a que le dé el dinero que, según comenta todo el mundo, ha enterrado en su granja. Así de sencillo, así de rápido.
Indicar el lugar donde se encuentra el abismo no tiene demasiado mérito, lo puede hacer un cura o un político. En cambio, la opción que elige Ross consiste en hundir todo su cuerpo en él, de igual manera que harán Smut y Jack con el cadáver de Ford, escondido en un alambique casero para destilar aguardiente. Ajeno a la delicadeza, Ross narra el crimen con tanta firmeza como crueldad, una tortura que devora varias páginas mientras su víctima se consume entre las heridas del hierro candente con el que le obligan a señalar el escondrijo del dinero. Smut ejecuta, Jack observa. Sin embargo, he ahí el aspecto moral más atractivo, uno puede llegar a la convicción de que era Jack el mayor interesado en asaltar la casa del viejo y robar sus ahorros. Porque, sin duda, es el personaje que sufre con más intensidad la falta de asideros a los que agarrarse mientras vive a la deriva. De ahí que su papel de cómplice de Smut, engatusado por aquel para llevar a cabo el golpe, confiera a la escena de una violencia moral a ratos insoportable. Porque es el único que en verdad podría detener la situación y evitar su muerte.
Mal dadas se puede leer como una historia de corrupción, como un proceso de envilecimiento al que se llega de manera natural. No en vano, Ross nunca ahorra el patetismo de una zona colmada por ancianos y buscavidas, siempre preocupados por beneficiarse a una muchacha o por ponerse en los zapatos de la clase dirigente. Cobardes y rastreros, de mala calaña y peor reputación, que sueñan con hacer eso mismo desde el lado de los poderosos. Y es que la dureza de Ross emana no solo de la violencia que describe en su paisaje, sino de la que forma parte de sus pensamientos. A diferencia de Smut, Jack no es un asesino. Sin embargo, son sus acciones las que precipitan la espiral de destrucción sobre Corinth, las que sitúan a todos los protagonistas de la novela en la boca del lobo. Porque, en el fondo, Jack también es un lobo, un depredador, pero a veces le gusta engañarse a sí mismo pensando que todo lo que hace, todo lo que quiere, es por merecimiento. Bien mirado, Smut es un tramposo y no dudaría en matarle, así que no hay razón para tener remordimientos. Qué otra cosa, sino, puede definir con tanta brutalidad el ambiente que rezuma Carolina del Norte tras las palabras de su autor.
En su crónica de las familias de arrendatarios de algodón, James Agee contaba que el sistema que dominaba el destino de los algodoneros era una mezcla de feudalismo y capitalismo. A buen seguro, James Ross estaría de acuerdo con esa descripción, pues en Mal dadas está presente ese fatalismo que encierra en un mismo destino a todo aquel que pertenece a la clase social más desfavorecida. Tanto peor, pues de esa incapacidad para revertir la situación se deriva una realidad aún más sórdida y tenebrosa, la que afirma que toda esa violencia y salvajismo, en el fondo, no tienen un objetivo. El que es pobre lo seguirá siendo y el que es rico machacará sin piedad a las capas inferiores. El sueño de Jack de hacer con su parte del botín una nueva vida no es más que eso, una ilusión; desencadenar la espiral de asesinatos y muertes, por tanto, no es más que el lastimoso intento de dejar de ser un eterno desgraciado.
Decía George V. Higgins que la facilidad de Ross para poner el dedo en la llaga le condenó al ostracismo literario. No le faltaba razón. Pese a su cadencia a ratos apacible, Mal dadas es uno de los relatos más furiosos sobre una manera de entender el mundo en estado de auténtica putrefacción; una parábola moral tan hiriente que solo puede acabar bajo el mismo clima de indiferencia con el que empezó: con un desgraciado, capaz de todo por arañar su sueño imposible, caminando hacia ninguna parte en mitad de la lluvia. De esa clase de personas que lleva la muerte escrita en el rostro, porque, aunque no lo parezca, siempre estará dispuesto a todo con tal de librarse del porvenir y la miseria que le esperan.
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