La llamada de la selva, de Jack London (Navona) Traducción de Rosa Regàs | por Óscar Brox

Jack London | La llamada de la selva

La mayoría de relatos de Jack London lidian con la búsqueda de ese instinto natural dormido tras años de civilización. El atavismo. Lo salvaje. En la lucha cuerpo a cuerpo con un entorno despiadado e indiferente hallamos ese otro lugar. Primitivo. Escondido en lo más recóndito de la memoria del hombre. Ese otro lugar que exalta una pasión, un deseo de aventura más poderoso que la vida sencilla organiza alrededor de las comunidades. Que, en cierta manera, funciona como un mapa del sentimiento humano. Es La llamada de la selva una obra sobre el despertar de ese instinto, sobre el violento choque que sufre un perro acostumbrado a la vida doméstica cuando sus dueños lo arrojan a los bosques nevados del Canadá. Casi al borde de Alaska. Entre lobos y animales habituados a la ley del garrote y el colmillo. Entre dolor, sangre, peleas para liderar la manada y noches al raso. Sin la ternura ni la compañía de una presencia humana. Sin el cobijo que proporcionan las comodidades de la vida burguesa.

Con esa escritura tan característica que entremezcla lo delicado con lo despiadado, London coloca al lector junto a Buck, el perro protagonista; hasta tal punto que describe con todo detalle su punto de vista. La vívida experiencia de ser arrojado a un entorno terrible en el que se siente desprotegido, y el posterior aprendizaje, del dolor y la vida, que le curte lo suficiente como para sobrevivir. Como para recuperar el instinto dormido. Escuchar la llamada de la selva y hallar, en lo profundo del bosque, en el canto de los animales y el rumor del viento, el orgullo de estirpe. La falta de piedad, la virulencia con la que se suceden los acontecimientos dramáticos, define a la naturaleza indómita en la que se mueve Buck. La debilidad de los vínculos con el resto de animales, carne de cañón para conducir los trineos, que a partir de ahora solo pueden regirse por la sangre. La fuerza y el poder.

El camino de Buck comprende una serie de aventuras a cada cual más dramática. Si London describe en rápidas pinceladas esa sensación de quedar a merced de la naturaleza, en la que es básico matar para no morir, lo que leemos es la lenta madurez de su protagonista. Su primera victoria moral frente al despiadado líder del tiro, Spitz, criatura violenta que hace de su superioridad una coraza para no caer absorbido por la inabarcable naturaleza salvaje del entorno. Así, cada etapa en el viaje de Buck supone un hito en la recuperación de un atavismo perdido. Del instinto, la llamada de la sangre y la belleza de aquellos lugares que la razón humana no ha conseguido iluminar. Pero, también, un viaje que descubre el valor, el orgullo y esa rara piedad que dibuja en el animal su recién recuperada naturaleza original. Eso que London describe con orgullo en las bellísimas imágenes nocturnas. El murmullo del bosque, el calor de la nieve, la reacción que despliega el lugar al reconocer en el perro a un igual. Como si el penoso trayecto hacia esa dirección le permitiese, por fin, hallar el hogar deseado. Anhelado. En el que, por fin, ser uno mismo.

Resulta difícil trasladar la enorme belleza, el respeto, que transmite la prosa de London. Esa belleza que concita terror, ternura, admiración e, incluso, repulsión. Que muestra la crudeza de una vida independizada de las ventajas de la civilización, plagada de adversidades. Pero que, a cambio, permite a su protagonista alcanzar el lugar al que estaba destinado. Fuera de la esfera de los hombres. De la calidez del Oeste. En el rumor del bosque nocturno, en el aliento de la fría mañana nevada. En la leyenda de un perro salvaje capaz de comandar a una manada de lobos. En el mito, en definitiva, de una vida al margen. Aventurera, extraordinaria, solitaria y triste. La vida de grandeza que Buck siente al reencontrarse con su naturaleza salvaje.

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